Antes de que el cristianismo se estableciera como la doctrina oficial del Imperio Romano en el año 380 d.C., existía una escuela filosófica conocida como el “estoicismo”, de gran popularidad entre las élites imperiales. Los estoicos venían proponiendo desde el siglo III a.C. el control de las pasiones y la preponderancia de la razón como métodos para enfrentar circunstancias adversas. El desfallecimiento y la desesperación eran entendidos como una victoria de lo visceral e impulsivo ante lo racional. Estas enseñanzas entrarían en decadencia políticamente, pero su vigencia se mostraría intemporal porque la condición humana, con sus diversas dificultades, seguiría siendo la misma.
Precisamente esa debilidad pasional de la que todos somos potenciales víctimas llevó a la victoria de Hugo Chávez hace más de dos décadas. Una serie de rencores e insatisfacciones que los votantes sentían a causa de gobiernos pasados e inmensas injusticias sociales precipitaron la elección de Chávez y lo perpetuaron en el poder. Dicho individuo, un militar golpista, sin trayectoria política o conocimientos de la economía, era un candidato decididamente incompetente y su elección, por lo tanto, irracional. Su discurso estuvo basado siempre en el típico guion populista que apela a lo más visceral del electorado, incentivando rivalidades internas y buscando la dicotomía víctima/victimario. El éxito de su estrategia es evidente y sigue causando estragos en el tejido social de Venezuela.
Estas decisiones electorales llevaron al desvanecimiento de la República y a la gradual aceptación (con esporádicos brotes de resistencia) del fin de la democracia y el libre mercado. Dicho proceso, apodado “revolución bolivariana”, ha llevado a que el venezolano actual tenga que enfrentarse a adversidades de dimensiones históricas. La resiliencia llega a sus límites todos los días: cualquier aspecto de la vida colectiva está caracterizado por la ineficiencia, el desabastecimiento, la injusticia y la decadencia. En un contexto así se corre el enorme riesgo de que la población entre en la desesperanza y, distraída con sobreponerse a las dificultades de su cotidianidad, caiga en la inacción. Esa frustración podría convertirse no ya en protesta y desobediencia cívica, sino en desmoralización y migración, como se ve cada día con mayor frecuencia.
El estoicismo ofrece soluciones muy específicas para este tipo de circunstancias extremas. Zenón de Citio, quien fundase dicha escuela en el año 301 a.C., proponía la razón como la principal herramienta que tiene el hombre para maximizar su felicidad y la prosperidad de su entorno. Solo por medio de ella, pensaba Zenón, se puede vencer el aspecto pasional e instintivo del ser humano, que por su irreflexión nos asemeja a los animales y suele causar más dolor que alegrías. Es, por lo tanto, a través de la razón que el individuo debe interactuar con las circunstancias externas, siempre pensando en el bien común y sin permitir que estas afecten su bienestar interior, independientemente de las catástrofes que puedan desarrollarse.
En este sentido, los estoicos posteriores como el emperador-filósofo romano Marco Aurelio y el esclavo Epicteto propondrían la resiliencia como una de las mayores virtudes del hombre. La resiliencia debe entenderse en este contexto no como pasividad o aceptación servil de las circunstancias, sino como un manejo racional de condiciones adversas, así como el uso de estas para provocar la mejor salida posible al conflicto. Es descrita como un pilar inamovible que hará imposible la desmoralización del individuo, siempre y cuando este tenga un objetivo fijado. La única manera de llegar a la resiliencia estoica es apartando las pasiones de nuestras reflexiones, ya que suelen llevar a espirales emocionales contraproductivas. En el contexto venezolano estas llevarían a un cruce de fuegos, la población perdería la coherencia requerida y la confusión acabaría con el progreso hasta ahora logrado. Se empezarían a buscar culpables entres las filas propias y la cohesión se desvanecería.
Los estoicos proponen no actuar nunca de manera aleatoria, sino siempre con un objetivo definido. En el ideal de esta escuela, cada individuo actuaría con base en un fin que esté dentro de las propias posibilidades. Estos suelen ser de pequeña escala, pues objetivos como “derrocar al gobierno” son abstracciones, seudoobjetivos, que no permiten crear un plan de acción plausible. Más efectivo sería el planteamiento de motivos locales, como crear una organización vecinal eficiente, cuyo objetivo sea a su vez la cohesión municipal, y pasar así de menor a mayor escala con la resiliencia como base elemental. El planteamiento de dichas metas crearía una estructura local y le daría al individuo un contexto comunitario, aminorando la inevitable frustración del que se plantea como único objetivo personal acabar con un régimen que posee el monopolio de la violencia. Sabiendo que sus acciones son solo la mínima parte de una inconmensurable concatenación de causas y efectos, el estoico venezolano procedería con disciplina para llevar a cabo su objetivo personal, sin perder de vista la motivación final del colectivo nacional.
Independientemente del contexto en el que se nazca, la condición humana nos garantiza diversas dificultades. En el caso de los venezolanos, a estas adversidades se les suman aquellas que se desprenden de vivir en una anarquía controlada, en una nación sin aparato productivo, sistema judicial, orden republicano o seguridad civil. En condiciones tan nefastas, las enseñanzas estoicas serían puestas a prueba. La revolución bolivariana ha logrado la hazaña de una barbarie en pleno siglo XXI, con condiciones que hasta los griegos helénicos considerarían inhumanas. Ojalá merezcamos alguna vez menos de Maduro y más de Marco Aurelio.
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