“Ay de aquellos pueblos cuyos jueces merecen ser juzgados” Anatole France
Releyendo esa maravillosa novela de Stefan Zweig titulada 24 horas en la vida de una mujer evoco las interrogantes y angustias que surgen cuando y es frecuente nos permitimos juzgar el comportamiento humano y de cómo, haciéndolo, podemos introducirnos en la complicación que significa focalizar a otro y su conducta, para atreverse a más que opinar, decidir sobre él, por hechos de la vida.
Ser juez es un poder y es una carga. Durante la monarquía francesa y en el siglo XIX, los jueces solo provocaban desconfianza, siendo que actuaban siempre al servicio del poder y no para impartir justicia. Sin embargo, Napoleón Bonaparte -lo parafraseo- puso énfasis al destacar al que llamo el magistrado más fuerte del Estado, como quiera que pudiera disponer la detención del ciudadano y la incautación de sus bienes, incluso. Todavía más poderoso que el mismo emperador.
No obstante lo afirmado, en el emergente Estado Constitucional, reafirmado y sacralizado en alguna medida después de la Segunda Guerra Mundial, precisamente la Constitución se erigió conceptual, política y orgánicamente en un auténtico control del poder. Para lo cual, a través del desarrollo de un orden jurídico jerarquizado y de un órgano judicial potenciado para la tarea de control de la integralidad de la norma suprema, cuidar que las distintas funciones del aparato público se mantuvieran dentro del orden de sus competencias para la procura del bien jurídico mas importante a resguardar, la libertad y el ejercicio de los derechos humanos que se acreditan en los distintos planos en que es natural, siempre teniendo en cuenta la trascendencia como valor fundamental de la dignidad de la persona humana y de la democracia como sistema de gobierno.
Por otra parte, y dentro de una dinámica común, el poder en cualquiera de sus manifestaciones institucionales ha venido haciéndose responsable y con ello quiero decir que sus actuaciones están bajo escrutinio y, por un lado, de la conducta de sus personeros y dignatarios responden ellos mismos por abuso o desviación de poder y por otro lado, el Estado también responderá patrimonialmente por el daño que en el desempeño de sus funciones, puedan sus agentes causarle a los particulares. Al respecto, cabe leer los artículos 138,139,140 y 141 de la CRBV.
Loewenstein, en su magistral Teoría de la Constitución, escrita y publicada sobre el final de los años cincuenta del siglo pasado y aún texto obligado en la bibliografía del derecho constitucional actual, sistematiza ese control del poder arriba mencionado y que recoge dialécticamente el tránsito que desde Aristóteles, entre otros, pasando por el famoso Montesquieu, y hoy en día, en el neoconstitucionalismo, como corriente y pensamiento crítico, ha venido descubriéndose, para exponer el peligro del poder y el impretermitible deber de limitarlo y educarlo para mantener el equilibrio, sin el cual el desbarajuste surgirá y el sistema constitucional colapsará comprometiendo básicamente a la libertad ciudadana y a los derechos humanos que le son ínsitos igualmente a los conciudadanos.
Las funciones de los órganos del Estado, son mejor descritas si en lugar de recurrir al clásico de legislar, ejecutar y administrar justicia, metabolizamos mas bien las mismas como la deliberación, la decisión, la ejecución y el control porque, de eso es que se trata en el Estado constitucional democrático de derecho y de justicia.
El Estagirita y Polibio enseñaron que los sistemas de gobierno degeneraban y así, la monarquía deviene en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en oclocracia; empero, en este momento de la historia, la democracia constitucional que por cierto, es un constructo presente en Loewenstein pero en Ferrajoli además, se contamina, se adultera y a menudo de ella misma y, entonces ocurre la mutación que la convierte en populismo y como consecuencia ratificada por la experiencia histórica, en distintas formas de autoritarismo.
La tarea del que tiene que juzgar a los demás exige del juzgador ora conocimiento superior de la Constitución, la ley, y el entorno cultural; pero también, y es igualmente esencial, formación moral y compromiso ético con la misión que se le ha encomendado.
En nuestra distópica Venezuela, para ser juez debería accederse mediando un concurso de oposición y en el caso de los magistrados del supremo tribunal, doctorado y práctica docente o experiencia judicial. Lamentablemente, ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario acontece. Para no cumplir con la CRBV la relativizaron con la contribución inestimable de la Sala Constitucional del TSJ.
Las ejecutorias de la administración de justicia en nuestro afligido país destacan por sus carencias, falencias y desviaciones. El sesgo político es ostensible, la ignorancia no menos y las faltas al código de ética se han de tal manera “normalizado” que la planificación financiera, los costos del juicio, que proyectan los abogados y las partes concernidas, deben contar con una o varias mordidas en el proceso y esto se produce en todos los grados de la jurisdicción.
Lo más grave es la amoralización que como una pandemia inficiona el espectro judicial local y la resignación con la que los jueces, encargados casi todos, asumen su rol consciente de no ser independientes ni autónomos ni imparciales y de estar proclives a la manipulación por parte de otros poderes del Estado PSUV.
La Constitución, sin embargo, establece la responsabilidad de los jueces de manera prístina, como se deduce de la lectura del artículo 255 que me permito reproducir:
“El ingreso a la carrera judicial y el ascenso de los jueces o juezas se hará por concursos de oposición públicos que aseguren la idoneidad y excelencia de los o las participantes y serán seleccionados o seleccionadas por los jurados de los circuitos judiciales, en la forma y condiciones que establezca la ley. El nombramiento y juramento de los jueces o juezas corresponde al Tribunal Supremo de Justicia. La ley garantizará la participación ciudadana en el procedimiento de selección y designación de los jueces o juezas. Los jueces o juezas sólo podrán ser removidos o removidas o suspendidos o suspendidas de sus cargos mediante los procedimientos expresamente previstos en la ley. La ley propenderá a la profesionalización de los jueces o juezas y las universidades colaborarán en este propósito, organizando en los estudios universitarios de Derecho la especialización judicial correspondiente. Los jueces o juezas son personalmente responsables, en los términos que determine la ley, por error, retardo u omisiones injustificados, por la inobservancia sustancial de las normas procesales, por denegación, parcialidad y por los delitos de cohecho y prevaricación en que incurran en el desempeño de sus funciones”. (Negrillas nuestras)
Un juez que no sea imparcial no es un juez, es un cómplice de delitos tipificados en la Ley contra la Corrupción; pero, acotemos por lo pronto otro artículo de la CRBV sobre el asunto. Me refiero el 256 ejusdem: “Con la finalidad de garantizar la imparcialidad y la independencia en el ejercicio de sus funciones, los magistrados o las magistradas, los jueces o las juezas; los fiscales o las fiscales del Ministerio Público; y los defensores públicos o las defensoras públicas, desde la fecha de su nombramiento y hasta su egreso del cargo respectivo, no podrán, salvo el ejercicio del voto, llevar a cabo activismo político partidista, gremial, sindical o de índole semejante, ni realizar actividades privadas lucrativas incompatibles con su función, ni por sí ni por interpósita persona, ni ejercer ninguna otra función pública a excepción de actividades educativas. Los jueces o las juezas no podrán asociarse entre sí”. (negrillas nuestras)
Traigo como colofón, a propósito de la multiplicación de las decisiones que privan de libertad “a trocha y mocha” y ya por miles sin mérito alguno, el artículo 49 de la CRBV, que reza como sigue:
“El debido proceso se aplicará a todas las actuaciones judiciales y administrativas; en consecuencia: 1. La defensa y la asistencia jurídica son derechos inviolables en todo estado y grado de la investigación y del proceso. Toda persona tiene derecho a ser notificada de los cargos por los cuales se le investiga; de acceder a las pruebas y de disponer del tiempo y de los medios adecuados para ejercer su defensa. Serán nulas las pruebas obtenidas mediante violación del debido proceso. Toda persona declarada culpable tiene derecho a recurrir del fallo, con las excepciones establecidas en esta Constitución y en la ley. 2. Toda persona se presume inocente mientras no se pruebe lo contrario. 3. Toda persona tiene derecho a ser oída en cualquier clase de proceso, con las debidas garantías y dentro del plazo razonable determinado legalmente por un tribunal competente, independiente e imparcial establecido con anterioridad. Quien no hable castellano, o no pueda comunicarse de manera verbal, tiene derecho a un intérprete. 4. Toda persona tiene derecho a ser juzgada por sus jueces naturales en las jurisdicciones ordinarias o especiales, con las garantías establecidas en esta Constitución y en la ley. Ninguna persona podrá ser sometida a juicio sin conocer la identidad de quien la juzga, ni podrá ser procesada por tribunales de excepción o por comisiones creadas para tal efecto. 5. Ninguna persona podrá ser obligada a confesarse culpable o declarar contra sí misma, su cónyuge, concubino o concubina, o pariente dentro del cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad. La confesión solamente será válida si fuere hecha sin coacción de ninguna naturaleza. 6. Ninguna persona podrá ser sancionada por actos u omisiones que no fueren previstos como delitos, faltas o infracciones en leyes preexistentes. 7. Ninguna persona podrá ser sometida a juicio por los mismos hechos en virtud de los cuales hubiese sido juzgada anteriormente. 8. Toda persona podrá solicitar del Estado el restablecimiento o reparación de la situación jurídica lesionada por error judicial, retardo u omisión injustificados. Queda a salvo el derecho del o de la particular de exigir la responsabilidad personal del magistrado o de la magistrada, del juez o de la jueza; y el derecho del Estado de actuar contra éstos o éstas. (negrillas nuestras)
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