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El escritor impenitente

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“No tengo la pretensión de ser un escritor. Quien dice escritor dice, casi siempre, novelista y ¡Por Dios!, el misterio del cuarto amarillo está lo suficientemente cargado de trágico horror real como para precisar de la literatura. No soy y no quiero ser más que un fiel cronista”. Gastón Leroux.

Esta afirmación de Gastón Leroux, autor de obras tan universales como El fantasma de la ópera o El misterio del cuarto amarillo, a mi modo de ver, admite matizaciones.

Al menos desde mi punto de vista personal, yo no creo que solo al novelista se le pueda calificar de escritor. Para mí, modestamente y atendiendo a la más básica sintaxis, escritor es aquel que escribe. Por tanto, yo sí me considero escritor. Es cierto que la novela es el género más popular, el mayoritario, pero existen numerosos ensayistas, investigadores, científicos, psicólogos, periodistas y, por supuesto, articulistas que han escrito verdaderas obras de arte, volúmenes imprescindibles en diversas materias para entender y dar sentido a nuestro mundo, en su faceta intelectual y del conocimiento, que es, a fin de cuentas, lo que diferencia al ser humano del resto de animales que pueblan el planeta. El conocimiento y el arte, materias ambas reservadas en exclusiva al ser humano, son los pilares básicos de la humanidad, son el principio de todo y también, por supuesto, su fin.

Permítanme, en este punto, que les hable de mi experiencia personal. El motivo por el cual yo empecé a escribir es tan banal y tan habitual como el que más. Tengo que recalcar que he sido, soy y seré un lector empedernido. Es raro, muy poco habitual, que yo no tenga entre manos la lectura de algún libro. Normalmente, cuando termino uno, dejo pasar un par de días de desintoxicación y comienzo otro. Es necesario, para mí, un tiempo de barbecho, pues normalmente me introduzco mucho en las tramas y empatizo fácilmente con los personajes, así que, una vez concluida la lectura, necesito unos días para sacármelos de la cabeza y poder introducirme en nuevas tramas y protagonistas. He de decir que yo, habitualmente, solo leo novelas. No soy dado a los ensayos, los tratados o los libros de historia.

Por lo tanto, en muchas ocasiones, como casi todos los lectores irredentos, había intentado escribir mi propia novela. He de decir que admiro enormemente a los novelistas. Me parece un género complicado, si quieres escribir algo que realmente merezca la pena y atraiga al lector. Desarrollar una trama, un nudo, un desenlace; ofrecer personajes interesantes que concuerden con el texto; Demasiado para mí.

Por tanto, cada intento vano de escribir una novela era una fuente de frustración; hasta que un día, milagrosamente y de un modo nada convencional, cayó en mis manos una novela, un relato, podríamos decir, de un autor al que he nombrado tantas veces que hoy no lo voy a hacer. Me pareció fresco, ligero, pero divertido. Una de esas lecturas en las que es mucho más determinante como se cuentan las cosas que las cosas en sí. Lógicamente, leí muchas más obras de este autor, que resultó, en realidad, una “rara avis”, pues cuando llegué a entenderlo, comprendí que este hombre no era un novelista que además escribía columnas en diversos medios, sino que era un columnista que, ocasionalmente, escribía novelas. Entre los diversos volúmenes que tenía publicados, uno de ellos “Mientras haya bares”, es una recopilación de sus columnas.

Entonces, repentinamente, lo entendí todo. Haciendo un símil sencillo, yo era un aspirante a pintor, obnubilado ante Las Meninas de Velázquez, consciente de que ni en mis mejores sueños sería capaz de pintar algo semejante. En mi total obnubilación, no había sido consciente, hasta la fecha, de que nunca podría ser Velázquez, el Greco o Francisco de Goya, pero que además de todos ellos, el arte es infinitamente versátil y existen otros pintores que, si bien yo no valoraba, indudablemente tendrían un valor artístico, aunque yo no alcanzase a vislumbrarlo. Por tanto, nunca podría pintar como Velázquez, pero quizá si podría hacerlo como Mondrián o Juan Gris. Como Miró, por supuesto; pero yo no quería ser Miró.

De este modo, leyendo a un columnista, comprendí, en mi infinita vanidad, todo hay que decirlo, que eso sí estaba a mi alcance. No solo eso, sino que podría ser tan bueno como aquel, aquellos que me causaban admiración; es más, podría ser aún mejor.

Dice Juan Tallón que, en literatura, debes apuntar más alto de lo que en realidad piensas que puedes hacer, aspirando no a superar a otros autores, sino a superarte a ti mismo. Y debo decir que, a día de hoy, creo que he alcanzado esa meta; es más, creo que la sigo alcanzando.

No soy muy dado a dar consejos, pero si algo se puede deducir de todo esto es que, quizá, uno puede hacer mucho más de lo que, conscientemente, piensa que puede hacer. Todo es cuestión de encontrar la vía, el modo en el cual podemos canalizar lo que llevamos dentro y quiere salir.

Así pues, lean, escuchen música, visiten museos, acudan a charlas y piensen que aquellos que realizan todas estas expresiones, si bien alcanzaron quizá lugares a los que nunca pensaron que alcanzarían, solo son seres humanos, que comprendieron la esencia, lo que nos hace, precisamente, humanos y, en lugar de ver pasar el tren, se subieron a él, aunque tuvieran que correr y agarrarse al estribo.

No dejen pasar el tren. Cojan el cincel, el pincel, el bolígrafo, la cámara o lo que su alma les dicte y pónganse en marcha. Ofrecerán a los demás cosas muy valiosas que, de otra manera, no habrán llegado a nacer.

Hagan de este mundo algo más bello. Adelante.

@julioml1970

 

 

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