OPINIÓN

El escenario de la autotransición

por Fidel Canelón Fidel Canelón

Una serie de decisiones y políticas que viene tomando el gobierno en las últimas semanas, así como los recientes movimientos en el plano internacional, parecen decir que el régimen procura avanzar hacia un escenario que podemos denominar autotransición. Es difícil saber si todo responde a una cuidadosa planificación (algo impensable en lo que se refiere a las políticas públicas de este régimen, pero muy factible cuando se trata de su juego político crudo, donde dar puntadas con dedal, con el apoyo cubano, es la norma) o a un viraje al que se ha llegado por tanteo, al tenor de los resultados obtenidos en el plano económico y por las lecturas que han venido realizando de los procesos de negociación.

El haber vencido por fin a la hiperinflación (la segunda más larga que se conozca en la economía mundial, después de la nicaragüense de 1986-1991, en tiempos de guerra), y el ver algunos dudosos signos de “reactivación” de la economía (como la reaparición de espectáculos públicos con estrellas nacionales e internacionales, el impulso del consumo en ciertos nichos del sector comercio y en algunas industrias, etc.) quizás estén convenciendo al gobierno de que puede emprender a su discrecional dictado y entendimiento el proceso de transición del socialismo del siglo XXI al capitalismo, y no de una manera pactada con las fuerzas opositoras democráticas. La significativa entrega del Sambil a sus dueños, así como el conocimiento de que vienen nuevas reversiones del proceso de estatificación consumado por Chávez, apuntan, efectivamente. a una aceleración del proceso de apertura económica.

Nada nuevo -podría acotarse- si partimos de que tan temprano como en 2016 el régimen comenzó discretamente a impulsar este camino, como reacción, sin duda, a la contundente derrota sufrida en las parlamentarias de 2015, y a la catástrofe humanitaria que ya entonces empezaba a manifestarse a lo largo y ancho del país, incentivando las masivas migraciones. De hecho, desde los ojos del actual escenario, podría sostenerse que el gobierno implosionó la negociación de República Dominicana en 2017 cuando vio precisamente que la oposición no aceptó la vía de una transición tutelada que querían imponer Rodríguez y Maduro.

En el fondo, nos parece, todo proceso de transición tiene algo de autotransición, en el sentido de que comienza siempre con la aparición de una disposición a cambiar por parte de las élites gobernantes, admitiendo la necesidad -así sea para sobrevivir- de producir algún desplazamiento en las relaciones de poder y en el ordenamiento institucional o status quo. Es aquello que Thomas Hobbes visualizó mejor que cualquier otro pensador moderno, llamándolo Primera Ley de la Naturaleza: el momento seminal del pacto social, según el filósofo político inglés, es cuando cada una de las partes observa que el otro está dispuesto a buscar la paz y establecer un entendimiento para fundar un (nuevo) orden político (teniendo cada uno el derecho de acudir a la guerra si concluye que no se pueda conseguir esa paz). Que es lo más difícil, por supuesto: ríos de desconfianza surgen a cada momento con cada acto o cualquier pequeño gesto de los actores cuando se sientan en una mesa.

Hay algunas transiciones que pueden calificarse, sin darle mayores vueltas, de autotransiciones. Es el caso, por ejemplo, de la transición española, que fue en cierta forma macerada con antelación por Franco, al punto de seleccionar y preparar al joven Juan Carlos de Borbón para su sucesión. En este caso particular solo la muerte del caudillo (el Caudillo por la gracia de Dios) marcó el inicio de la transición, aunque está claro que posteriormente el equilibrio y la ponderación que tuvo el joven monarca, junto a la admirable sensatez y capacidad de entendimiento de los líderes populares y socialistas, permitieron que fuese exitosa.

Otro ejemplo claro de autotransición -o transición tutelada- es la chilena, donde Pinochet accedió a darle curso planteando un referéndum sobre su continuidad en el poder, el cual perdió gracias a que la oposición no había cesado de luchar y organizarse durante la resistencia, y, sobre todo, por la prevalencia de conductas unitarias. No obstante, el dominio que ejerció sobre el Ejército le permitió al dictador tener cierta influencia hasta avanzado el período democrático.

Sin embargo, las transiciones que por excelencia caben comparar con la venezolana, son, naturalmente, la soviética y la china. En ambas jugó un papel importante la muerte y obsolescencia de los liderazgos tradicionales (en la URSS, Brézhnev, Chernenko, Andropov, en China, Mao). Mientras una fue caótica y traumática, sobre todo después que Gorbachov, al no poder mantener el equilibrio entre las fuerzas de la regresión y las renovadoras, dio paso a liderazgos populistas y personalistas como Yeltsin y Putin; la otra, dirigida con una mano de hierro pero con guante de seda por Deng Xiaoping, dio paso, gracias a la paciencia asiática y a la disciplina de trabajo y al sentido de obediencia confucianas, a unos avances económicos fuera de lo común. La transición china, realmente, se parece más a las que emprendió Japón a partir de la Restauración Meiji y después de la Segunda Guerra Mundial: una lenta y sistemática apertura al mercado, al tiempo que se establecía una estrecha relación con occidente.

Ahora bien, más allá de algunos puntos en común, en verdad ninguno de estos casos calza apropiadamente con la situación venezolana, básicamente porque ni la Rusia finales de los ochenta ni la China de finales de los setenta atravesaban un derrumbe económico de la magnitud del nuestro; ambos países habían pasado ya por sus períodos de hambruna más terribles y habían consolidado un importante desarrollo industrial. El viraje de sus nuevas élites a una apertura al capitalismo, por tanto, se debió principalmente al atraso que llevaban con respecto a Estados Unidos y  las potencias occidentales en la competencia económica y tecnológica, que amenazaba, de manera inminente, con hacerles perder su status de superpotencia y potencia, respectivamente. No eran países rentistas (como lo es la Venezuela chavomadurista y como lo es hoy en buena medida Rusia), eran países desarrollados con severos problemas para consolidar su sendero de crecimiento y mantener sus grandes espacios de influencia. Sus caminos, sin embargo, fueron muy distintos: uno tomó la vía del capitalismo de mafias y el otro del capitalismo productivo, conservando el socialismo como régimen político.

La Venezuela de Maduro, Cabello, Padrino y compañía, en cambio, es una economía en ruinas, que más allá de la incipiente recuperación que ha iniciado -reflejado en lo que se ha dado en llamar acertadamente la pax bodegónica- para poder adelantar su transición y salir del hoyo deberá necesariamente, contar con el apoyo externo y el levantamiento de las sanciones. En este sentido, es cuesta arriba que pueda adelantar una autotransición en los términos aquí expuestos, ya que, aunque la oposición esté dispersa y debilitada, tendrá que pactar de cualquier forma con ella o con el sector externo; y eso implicará hacer concesiones significativas en el plano de la democracia y la política. Si esa oposición es las más complaciente o la más aguerrida (lo más seguro es que será una mezcolanza de las dos) es asunto de otro costal, y eso dependerá de la capacidad de los distintos sectores de rehacer el tejido organizativo y social, así como de las disposiciones finales que en este sentido tomen Estados Unidos y demás potencias.

@fidelcanelon