Hay una reflexión sobre el equilibrio y el caos que tantos años después saco de los recuerdos de mi infancia en Masatepe, el pueblo por encima de cuyos tejados se alzaba el volcán Santiago, que me despertaba con sus retumbos en las noches, como los de un cañoneo de asedio a una ciudad sitiada.
Mi padre fue construyendo a retazos nuestra casa, en un solar que hacía esquina con la plaza frente a la iglesia parroquial de una sola torre, comprado en comunidad con un amigo; luego decidieron ambos, mediante una moneda tirada al aire, quién de los dos se quedaba con la parte esquinera, y a mi padre lo favoreció la suerte. Era un lugar ideal para lo que se proponía recién casado, abrir su tienda de abarrotes, porque despreciando el oficio de músico que ejercían sus hermanos bajo la batuta de mi abuelo, decidió hacerse comerciante.
Su olfato le decía que la concurrencia de clientes sería siempre numerosa, porque frente a la tienda habrían de pasar necesariamente las procesiones religiosas, el cortejo de las bodas a media calle, los entierros, de los que alguien se desprendería a comprar al menos cigarrillos; y la plaza y la iglesia eran el epicentro de las fiestas patronales, con sus misas de revestidos y las algaradas de pólvora, las ruletas y mesas de dados, los juegos mecánicos y los bailongos.
Primero levantó el local destinado a la tienda, un corredor trasero y el dormitorio matrimonial; luego agregó el comedor y la sala de recibir visitas, y los demás dormitorios se fueron sumando a medida que aumentaban los hijos, todo se acuerdo a sus propios cálculos y diseños, pues él definía el tamaño de los espacios, el lugar de puertas y ventanas, y la altura de las paredes, instruyendo de viva voz al maestro de obras.
Me recuerdo por tanto siempre entre albañiles y carpinteros pendencieros y bromistas, que iban y venían entre andamios y escaleras, la cal apilada en un corralillo, la arena que el viento llevaba a los ojos y la boca y se metía entre los dientes a la hora del almuerzo de campamento, pues al comedor la faltaban paredes, y la zaranda para colarla; rimeros de tejas de barro cocido, piedras de cantera, los ladrillos de mosaico que luego simularían una alfombra persa en el piso de la sala, costales de cemento Portland, el cajón de la argamasa, reglas y ripios para el henchido de las paredes de taquezal, zapatas y alfajillas.
Los instrumentos y herramientas de la obra estaban por todas partes en aquel desconcierto, unos que podían encontrarse al paso, otros en cajones de madera con asas, o sobre el banco de carpintero castigado y carcomido como si hubiera pasado por el fuego. Piochas, palas y picos, garlopas de mango torneado, cucharas triangulares para batir la argamasa, gubias y barrenas, martillos de oreja, el berbiquí y su juego de brocas, el cepillo que aventaba en colochos perfumados las virutas, la garlopa como un zapato ortopédico, la escofina dentada.
Y como se trata del equilibrio y el caos, entre todos ellos hay dos que siempre contemplé con pasión curiosa, y regresan a mi memoria con mayor insistencia: el nivel y la plomada.
Cada vez que era requerido, el nivel aparecía de manera misteriosa en las manos del maestro de obras malhumorado, vestido de dril kaki y sombrero borsalino de ancha badana, el lápiz en la oreja y el metro plegable en el bolsillo de la camisa, distante por su solo atuendo de la pandilla de operarios, respetuosos y a la vez burlones, que trabajaban en camisolas sin mangas, las gorras de beisboleros con roturas por las que asomaban moños de cabello, los zapatos sin cordones con las lengüetas de fuera, el olor a argamasa mezclado en su piel con el rezumo de alcohol de estanco y sudor viejo.
El nivel era una pieza rectangular de madera que conservaba el brillo del barniz a pesar de los rigores de su uso, al medio la burbuja que parpadeaba como un ojo atento y preocupado de que la exactitud del eje entre las dos muescas marcadas en la hilada de piedras sobre la que era colocado, se mantuviera sereno, y no acusara inclinaciones a uno u otro lado, como un juez recto de criterio que debe mostrar su imparcialidad.
La redundancia no sobra cuando digo que el nivel atestiguaba el nivel. Era el custodio de lo justo y de lo exacto igual que el fiel de la balanza que pesaba las mercancías que se vendían por libra en la tienda de mi padre, arroz, queso, sorgo, o frijoles. El nivel prevenía las catástrofes y los derrumbes cuando, rematadas las paredes, el techo de tejas asentado en las soleras de cedro recién labradas por el escoplo, descendiera desde la cumbrera de dos aguas hacia los aleros en un oleaje tranquilo, sin riesgos ni sobresaltos.
Y si el orden horizontal del mundo lo custodiaba el ojo imperturbable del nivel, el orden vertical correspondía a la plomada. El albañil lo llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y semejaba más bien un trompo con la cuerda enrollada, sólo que este era de fierro, y la cuerda servía para colgarlo junto a la pared, aún desnuda del repello, de modo que separado apenas unos milímetros de la superficie probara que la correspondencia entre la cuerda y la pared era exacta, ambas en la misma perspectiva, sin rozarse, y que de esta manera la pared a plomo jamás se desplomaría sobre nuestras cabezas.
Esa casa sigue allí, con sus estancias desiertas, la tienda de abarrotes desaparecida hace tiempo, con su tráfago de clientes, desde los últimos en entrar en el cine vecino que compraban apresuradamente cigarrillos Esfinge porque la función ya empezaba, a los cazadores de venados que se aprovisionaban de tiros veintidós para sus excursiones nocturnas en las faldas del volcán, sola, pero sus muros y la techumbre resisten el tiempo, bajo el imperio del nivel y la plomada.
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