Deriva el que quiere, integra el que puede
Hace poco falleció en Caracas mi querido Rafael. Su verbo dardado y sus ojos de pregunta ahora solo podré mirarlos en mis recuerdos o en alguna foto que algún día aparezca sin buscarla. Él se hizo ingeniero agrónomo y se ocupó en ser fiel a sus orígenes llaneros. Reiteradamente y con mucha facilidad era capaz de aproximar la oreja al suelo que pisaba para escucharle los latidos a la tierra. Ya entrado en años se ordenó monje zen y hasta montó su dojo en el patio de su casa, allá en Valle de la Pascua. Allí ubicó su lugar del despertar, allí mismo, cerca de donde habían enterrado su ombligo.
Una tarde estábamos celebrando la preñez de su única hija y allí estuvimos hasta que nos abrazó la madrugada. Llevaba tiempo sin verle y ese día fue cuando me dijo:
«Chico, eso que tú haces, eso que ustedes hacen con el teatro es una cosa difícil. No es sencillo, nada sencillo… Fácil es derivar. Lo difícil es integrar».
Con toda mi gratitud, sus palabras me acompañarán para siempre. Andaba yo en ese luto cuando solito se me subió otro recuerdo a la cabeza… El de una señora muy locuaz de allá de Río Caribe que siempre daba en el clavo al momento de las elecciones. Acertaba tanto que, de haber apostado, hoy sería una señora locuaz y, además, ricachona.
Ella sabe que no es ricachona, pero sí millonaria: en amigos y amigas, en vecinas y vecinos agradecidos, en bendiciones de las más ancianas y en la cantidad de ahijados y ahijadas que siempre la quieren y la cuidan bastante.
Una vez, en tiempos aquellos cuando se hacían elecciones regionales limpias, transparentes y habituales en su temporalidad, ella se dio cuenta de que era muy fuerte la atomización de la oposición frente al contendor oficialista. Eso le quitaba el sueño. Ella no pertenecía a ningún partido político en particular, pero era, tradicionalmente, una abanderada de las luchas vecinales y conocía a todos los candidatos como si los hubiera parido. Por aquel tiempo no existían todavía candidatas sino para los concursos de belleza, como el de la Reina de Carnaval que, por cierto, ella había ganado tantas veces durante su juventud. Esa mujer no dormía con esa débil situación de la oposición. Un día, sin mayores aspavientos, reunió en su casa a todos esos dispersos candidatos de los distintos y numerosos partidos.
Todos estaban contentos de estar ahí con tan querida señora, con tan venerable vecina. Pero al mismo tiempo estaban desconcertados al ver a sus contendores allí. Una vez que llegaron todos, la venerable vecina tomó la palabra y les hizo su proposición:
– Muchachos, hijos queridos, ve… Visto que ustedes son muchos y cada uno va representando a un partido en particular, les quiero sugerir que, en lugar de salir cada cual por su partido, hagamos más bien El Entero. ¿Hasta cuándo vamos a seguir partidos, ah? Eso es como querer juntar a un roto con un descosido… El doctor de aquí del puesto de socorro le decía el otro día a un muchacho que se le había quebrado el brazo y estaba urgido porque se le apurara la juntura de los huesos: Mira, mijo, lo que está partido no se puede unir bien así le pongas cemento a ese yeso… Ustedes, que son buen diente, sabrán que más sabe un pescado entero que un pescado partido. Así partidos no llegamos ni a la esquina. Así que un sólo candidato y El Entero para todo el mundo. El Entero para todos porque así sí se le podrá ganar al partido oficialista ese que nos trae a todos con estos quebraderos de cabeza.
Y así lo hicieron. Eligieron a un sólo candidato que escogieron esa misma noche después de discutirlo bastante y, a los meses, ganó El Entero sin discusión. Ganó largo y, con muchas cabezas de ventaja. El Entero se impuso. Más nunca volvió a ganar el partido oficialista que además tenía la muy pésima costumbre de amañar las votaciones. El Entero para todo el mundo y todos salieron ganando.
Como pensaba mi querido Rafael y dice el proverbio popular:
«Deriva el que quiere, integra el que puede».
¡Viva El Entero!