Después de casi una década, los jefes de Estado de 11 países se han reunido en Brasilia, con el propósito de reiniciar el diálogo regional, revisar la agenda de cooperación y establecer las bases programáticas e institucionales de una renovada Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Este mecanismo de consulta y concertación al más alto nivel político-diplomático fue creado entre 2008 y 2011. Pero luego de una época de desarrollo, dicho mecanismo perdió dinamismo y a partir de 2019 tuvo que enfrentar un período de estagnación y crisis que casi le llevó al colapso.

Es indudable que la ausencia de diálogo entre líderes políticos para tratar asuntos de interés intrarregional ha sido contraproducente. Hay numerosas cuestiones que precisan soluciones regionales y domésticas como la infraestructura económica, el desarrollo social, la promoción de la sustentabilidad ambiental, la generación de ciencia, tecnología e innovación, la lucha contra ilícitos transnacionales, la transición energética, la implementación de seguridad cooperativa, flujos migratorios, derechos humanos y ciudadanía, e inserción internacional soberana, por citar algunos.

La Unasur se caracteriza por su naturaleza intergubernamental. Ello presupone que los acuerdos entre los gobernantes frecuentemente son decisivos y el trabajo de los secretarios generales normalmente queda bajo supervisión de los mandatarios y cancilleres de los miembros plenos. De esta manera, se infiere una limitada cesión de soberanía de los Estados en favor de la institucionalidad supranacional.

En este marco, la polarización ideológica de los últimos años al interior de varios países y entre líderes de la región ha terminado exacerbando las tensiones y la credibilidad de este mecanismo. Ello fue especialmente grave en Brasil, un Estado pivote y principal potencia de América del Sur. En otras palabras, es bastante evidente que hubo insuficiente desarrollo institucional, falta de liderazgo y limitaciones financieras durante la primera década de la Unasur.

En tal contexto, la convocatoria del gobierno de Brasilia y la voluntad política de los demás mandatarios para participar en la reunión al más alto nivel –independientemente de sus respectivas orientaciones y preferencias político-ideológicas– ha sido, sin duda, una alentadora noticia. Oficialmente, en la actualidad el Unasur está integrado solamente por siete de los 12 países suramericanos, en calidad de miembros plenos. En tal sentido, una de las primeras tareas del encuentro fue procurar reestablecer la participación de los no miembros.

El presidente brasileño y anfitrión, Luiz Inácio Lula da Silva, es un político experimentado y uno de los pocos fundadores de la Unasur aún en funciones. Más allá de los eventuales intereses y beneficios marginales para Brasil en términos de liderazgo y prestigio entre los líderes del continente y del Sur geopolítico, el actual mandatario brasileño ha demostrado una considerable y persistente disposición a invertir recursos político-diplomáticos para conseguir avanzar hacia la integración regional. Ello incluye asumir riesgos, cuestionamientos y críticas tanto de actores domésticos como externos, principalmente en lo concerniente a la interlocución con líderes controversiales de otros países.

La agenda de la reunión en Brasilia ha sido puntual y circunspecta. Se trató de un primer paso para retomar un proceso prácticamente paralizado en el último quinquenio. A partir de aquí, se busca que esta nueva etapa de la Unasur sea guiada por una renovada institucionalidad, el pragmatismo, la trascendencia y una constructiva convivencia entre gobiernos de diferentes orientaciones políticas e ideológicas. Vale subrayar que, desde la perspectiva de la calidad de la democracia, esto último no podría admitir la coexistencia con regímenes políticos autoritarios, híbridos o iliberales en la contemporaneidad.

En el plano hemisférico y global, es recomendable una articulación más eficaz y eficiente entre la Unasur y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) ya que este último es el principal mecanismo de consulta y concertación del conjunto de las 33 naciones latinoamericanas y caribeñas. En consecuencia, la Unasur debería continuar contribuyendo e interactuando con el foro político-diplomático macrorregional evitando la duplicación de esfuerzos y competencias.

En otras palabras, es necesario reafirmar que la integración se debe basar en el diálogo y la concertación latinoamericana. Todo ello en un contexto global turbulento, competitivo, pospandémico y confrontativo, tanto en el eje geopolítico Norte-Sur como en el Este-Oeste.

En suma, no queda más que dar la bienvenida a una Unasur transformada y centrada en la promoción de la paz, la democracia y el desarrollo de las naciones sudamericanas. La reunión de mandatarios demuestra, nuevamente, que existe voluntad política, identidad colectiva e intereses concretos para retomar esta agenda que reúne a representantes de más de 400 millones de personas. Estamos hablando de doce países que, más allá de sus diferencias subregionales, comparten valores, memorias y afinidades electivas, desde el Caribe a la Patagonia, y desde Galápagos al Atlántico.


Carlos Domínguez Ávila es investigador-colaborador del Centro de Estudios Multidisciplinarios de la Universidad de Brasilia (UnB). Doctor en Historia. Especializado en temas sobre calidad de la democracia, política internacional, derechos humanos, ciudadanía y violencia.


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