Hace unos años asistí en París al entierro de una persona perteneciente al entorno de la intelectualidad burguesa. La asistencia fue buena pero, con muy pocas excepciones, nadie había hecho ningún intento por vestirse para la ocasión: o más bien, la mayoría parecía haber hecho un decidido esfuerzo por parecer lo más informal posible, como si un funeral no tuviera más importancia que un almuerzo improvisado al que habían sido invitados en el último momento después de haber bebido demasiado la noche anterior.
Sólo puedo suponer el motivo por el que los asistentes no hicieron ningún esfuerzo por arreglarse, ya que difícilmente se puede preguntar a los que asisten a un funeral por qué tienen ese aspecto tan desastroso. Pero sospecho que si hubiera preguntado la respuesta habría sido algo de este estilo: «Lo que siento por el difunto no necesita de ningún espectáculo externo, que sería inauténtico, mero exhibicionismo. El espectáculo externo es una oportunidad para exhibir la insinceridad; no lo siente más quien viste más de negro».
Este es, sin dudarlo, el tipo de respuesta que yo habría dado en mi adolescencia, cuando consideraba que mi propio rechazo a vestir elegantemente era signo de una sensibilidad superior y de preocupación por la realidad más que por la mera apariencia. Tal vez no por casualidad, mientras que mi desaliño se ajustaba a la Segunda Ley de la Termodinámica y, por tanto, no requería ningún esfuerzo para conseguirlo, la elegancia en el vestir requería cuidado y esfuerzo para mantenerla. Con esa mezcla de insensibilidad y arrogancia propia de la juventud, creía que uno debía pensar en cosas más importantes que en la vestimenta. Era una cuestión de profundidad versus superficialidad.
Desde entonces he cambiado de opinión. Un año después de escandalizarme por la forma en que la gente se vestía para el funeral en París, visité por casualidad una pequeña y aislada ciudad comercial de Shropshire llamada Bishop’s Castle, muy alejada de cualquier lugar importante. Todo en el pueblo, excepto una pequeña librería, estaba cerrado para el funeral de un antiguo alcalde que había muerto a los ochenta años, y aparte de la dueña de la tienda (que dijo que nunca le había caído muy bien el alcalde), todo el mundo asistió al mismo. De hecho, acudió gente de los alrededores a los que la ciudad servía como centro comercial.
En marcado contraste con el funeral de París, todo el mundo se había vestido para la ocasión lo mejor posible y también lo más sombríamente de que habían sido capaces. Los granjeros y campesinos, algunos muy jóvenes, llevaban traje y corbata, pero se notaba a simple vista que no estaban acostumbrados a ese modo de vestir. No eran elegantes, sus ropas estaban mal cortadas y las llevaban con torpeza; pero lo que era mucho más importante, al menos en mi opinión, expresaban un elaborado respeto por el difunto y, por lo tanto, les hacía también a ellos merecedores de respeto. Me conmovió este esfuerzo de su parte. De hecho, tenían una visión más civilizada y menos egoísta de la vida que la de sus homólogos parisinos, y eran conscientes – mientras que sus análogos parisinos fingían no serlo- de que hay ocasiones en la existencia humana en las que es deseable cierta formalidad y ceremoniosidad. Pero los asistentes al funeral metropolitano se habrían reído de su provinciana falta de sofisticación.
La dejadez en el vestir es considerada como políticamente virtuosa porque no hace distinciones y, por tanto, es igualitaria. Al fin y al cabo, todo el mundo puede ser y parecer desaliñado. También es vista como una manifestación de la filosofía del verdadero yo, es decir, de esa bella esencia que creen que subsiste en mí independientemente de mi intrascendente yo exterior, y que es totalmente independiente de mi yo meramente fenoménico que no es más la superficie del yo, el yo que los demás perciben cuando me observan comportarme de tal o cual manera. Lo que nunca pueden simplemente ver a través de la observación de mi conducta es el tesoro escondido de mi verdadero yo.
Polonio no estaba del todo equivocado, pues, cuando dijo que el vestido proclama a menudo al hombre, ya que una persona que cuida su forma de vestir es, en primer lugar, una persona superficial y, en segundo lugar, políticamente retrógrada, porque se necesita dinero para vestir bien y no todo el mundo puede permitírselo.
De ahí que los muy ricos -los directivos de grandes empresas, por ejemplo- expresen su solidaridad con los pobres mediante la indumentaria, apareciendo en camiseta, zapatillas de deporte, etcétera. Los adulan mediante la imitación, al menos cuando aparecen en público.
Su dejadez se compone a partes iguales de hipocresía y miedo. No tienen ninguna intención real de promover la igualdad en el sentido económico, ni en ningún otro. Son tan igualitarios como lo era Genghis Khan: su forma de vestir es, por tanto, el más superficial y vacío gesto hacia un ideal en el que no creen.
Es también una exhibición de miedo, aunque quizás subliminal. En el fondo, han absorbido la filosofía política y económica según la cual toda riqueza es ilícita (como bien puede ser el caso en algunas); aparentar riqueza en público mediante el vestido, pues, sería atraer hacia sí un odio justificado y que en parte pueden compartir. Como dice Claudio, no se le puede perdonar su crimen:
… ya que todavía estoy poseído
de aquellos efectos por los que cometí el asesinato.
La supuesta solidaridad con los pobres explica también la moda de los vaqueros rotos y caros (a veces parece como si ahora Ofelia sólo pudiera interpretarse con vaqueros rotos). Muchos habitantes del continente más pobre, África, a menudo visten harapos; por lo tanto, si me visto con algo que se aproxime a los harapos, en cierto sentido soy uno con ellos. Esto, por supuesto, es tremendamente insultante y ofensivo para los africanos, que hacen todo lo que pueden, a menudo en circunstancias inimaginablemente difíciles, para lucir bien vestidos e incluso elegantes.
Otro afluente del gran río de la dejadez moderna es el culto a la juventud, en particular a la «juventud» post 1960. Hemos llegado así a la primera era del adolescente geriátrico, o del geriátrico adolescente: es decir, de la persona mayor que conserva los gustos, hábitos, modos de vestir y anhelos de su adolescencia, la cima de la existencia humana a partir de la cual toda la vida posterior es un declinar. Ahora todos somos Peter Pan, o queremos serlo, salvo que deseamos seguir siendo adolescentes en lugar de niños.
Basta con comparar los desfiles de moda de los años cuarenta y cincuenta con los de hoy para darse cuenta del gran cambio de sensibilidad que se ha producido en el mundo occidental. Los desfiles de antaño aspiraban a ser un sueño; los de hoy, una pesadilla. La elegancia no sólo ha desaparecido por incapacidad para crearla, sino que ha sido rechazada activamente, como si fuera una enfermedad contagiosa o un grave error moral. La elegancia como desiderátum ha sido reemplazada por la originalidad, de modo que la extravagancia, la forma de originalidad que está al alcance de la más mezquina capacidad, es el resultado natural. Existe, pues, una analogía entre lo que ha sucedido en la moda moderna y en la arquitectura moderna, en la que el absurdo y la abierta fealdad ya no se consideran como críticas adversas. Allí donde no se persigue la belleza, la fealdad no puede constituir ningún insulto.
Ni que decir tiene que la preocupación por la elegancia en el vestir puede ir demasiado lejos, como puede ir demasiado lejos casi cualquier virtud. La vanidad extrema por la apariencia es un vicio, aunque relativamente inofensivo dentro del conjunto de los vicios. Pero si no se permite ninguna virtud que pueda llevarse al exceso, no podría permitirse jamás ninguna virtud. Sin duda hay un término medio entre la dejadez absoluta por un lado y la vanidad pomposa por el otro.
El novelista inglés Arnold Bennett (1867-1931) escribió un pequeño y bello ensayo, Clothes and Men, sobre la virtud de los hombres que visten bien (dando por sentada la virtud de que las mujeres vistieran con elegancia, cosa que nadie discutía entonces). Dice que si bien podemos despreciar al petimetre,
…no deja de ser útil en la sociedad… Puede que a menudo sea un asno, pero también es un idealista, un buscador de la perfección; no tenemos demasiados buscadores de la perfección, y un asno dedicado a esta búsqueda tiene derecho a parte de nuestra estima.
Por obvias que sean las observaciones de Bennett, son ahora más relevantes que nunca. «Un propósito importante de la ropa», escribe, «es causar una impresión visual agradable, en parte en uno mismo, pero sobre todo en los demás». Y niega –yo diría que refuta- la idea de que el intento de vestir bien sólo lo puedan hacer los ricos, al menos en una sociedad en la que la gente está por encima del nivel de subsistencia:
El negligente objetará que no puede permitirse vestir bien. Pues no. Todo el mundo puede permitirse vestir bien en su propio nivel de gastos. No es una cuestión de dinero, sino de interés. Quien se interesa por un tema, rápidamente adquiere gusto en ese tema y la habilidad para obtener el mejor efecto al menor costo.
El punto crucial de su ensayo es que uno se viste para agradar a la vista de los demás más que, aunque también, para agradarse a sí mismo. De este modo, el respeto por los demás va unido al respeto por uno mismo.
Vestirse bien es a la dejadez lo que el respeto a uno mismo es a la autoestima: la primera es una disciplina, la segunda un «derecho» humano. El que viste desaliñado declara al mundo que «no voy a esforzarme sólo por ti y sólo para complacerte –incluso aunque te hayas muerto–, tendrás que aceptarme tal como soy, con camiseta desaliñada y todo. Si no te gusta, puedes irte a freír espárragos».
Así pues, la dejadez en el vestir en los tiempos modernos (cuando, después de todo, se supone que la gente es más rica que nunca antes en la historia, y por lo tanto capaz de gastar más dinero en sí misma) es un signo de solipsismo de masas o narcisismo de masas; no un narcisismo estético, sino moral, lo que es mucho peor.
Artículo publicado originalmente en el número de primavera de The European Conservative y reproducido en el diario El Debate de España