A mi buen amigo, Dr. Hugo Navas Farfán,
por la imperturbable luz en medio de la sombra
La esperanza, al igual que la prisa, es simple y ordinaria, para no decir “plebeya”, como alguna vez afirmara Napoleón Bonaparte. Ambas se siembran en la conciencia de las grandes mayorías para generar la ficción de un dominio supremo que genera impotencia, una virtual incapacidad frente a indescifrables fuerzas que rebasan los dominios de la propia voluntad.
En ambos casos se trata de la manifestación de condiciones im-puestas contra las cuales solo queda adaptarse y resignarse. Mientras la primera de ellas apunta al pasivo deseo que hipoteca su conatus a la espera de lo que se desea obtener, la segunda, a la manera del raudo Aquiles, en desleal competencia contra la tortuga, acelera con fervor el paso hacia la inevitable victoria, sin percatarse de que mientras más cerca se cree del triunfo, más lejos se encuentra. Y es que los tiempos políticos no consisten ni en la pura espera ni en la pura premura, y son, más bien, el resultado de la compenetrada adecuación de lo uno y lo otro. Pero si la adequatio en cuestión no se produce –entre otras cosas, por negligencia o por premeditado des-interés–, entonces las consecuencias pueden llegar a un punto de sopor y agotamiento del que difícilmente se pueda salir.
Muchas veces, quien comienza enfrentándose a la corriente termina siendo arrastrado por ella. Nietzsche afirma en alguna parte que “quien lucha contra monstruos debe tener cuidado de no terminar siendo un monstruo. Si miras en las profundidades del abismo, el abismo termina mirando en tus profundidades”. Todo parece indicar que la Venezuela dark vive los tiempos del efecto Burnout.
Según indican los especialistas en el fenómeno, el llamado efecto o síndrome Burnout es un estado de trastorno emocional causado, en los términos de la clínica-terapéutica, por situaciones de un extremado estrés laboral que va llevando al individuo a la progresiva pérdida de su autonomía hasta conducirlo al punto del “ya no puedo más”; pero en los términos de las instancias sociales, hace referencia a las condiciones de vida premeditadamente generadas por un determinado régimen político, que se propone doblegar y someter a la población, conduciéndola a la pérdida absoluta de su autoestima y de su libertad, hasta llevarlo a la postración y la rendición definitivas.
Recientemente, la psiquiatra y neurofarmacólogo Rebeca Jiménez, en una interesante entrevista, indicó que “al venezolano lo han desmontado emocionalmente como ya lo hicieran con el Estado”. En sentido estricto, la especialista señala que “en poco más de un año, el venezolano ha modificado su estado emocional. De la rabia que desató la convicción de que la crisis le arrebataba su capacidad de administrar sus ingresos y su futuro, pasó ahora a la resignación, al estado Burnout o síndrome de “estar quemado”, generado por el estrés, y que implica cansancio y rendición no solo ante la crisis económica, sino también ante los deteriorados servicios públicos. Un cambio patológico que el gobierno ha causado”. Es evidente que cuando la distinguida psiquiatra se refiere al “gobierno” está pensando en la narcotiranía, es decir, en el cartel que mantiene secuestrados a los venezolanos.
De un lado, la dirigencia opositora ha insistido –¡y hay que decirlo!– con inaudita e inexplicable superficialidad en centrar sus llamados a la esperanza –porque, según afirman, “el tiempo de Dios es perfecto”– o a la prisa –como en los casos de “la Salida”, el “vamos bien” o el memorable “sí o sí” de la ayuda humanitaria–, en una suerte de apelación ora a fuerzas sobrenaturales o en todo caso foráneas que bien vale la pena sentarse a esperar “para que resuelva”, ora a una premurosa solución instantánea que, de un plumazo, pondrá fin a todo un modo de ser y de pensar que ya lleva veinte años, y que ha logrado traspasar la piel y penetrar los huesos de la anatomía social y cultural del país. Del otro lado, la narcotiranía no escatima esfuerzos –siguiendo al pie de la letra las indicaciones dictadas por los experimentados regímenes ruso y cubano– para propiciar, y hacerle sentir fehacientemente a las grandes mayorías, un sentimiento de agotamiento, de fracaso y de impotencia. En suma, de derrota. Que todo esfuerzo es en vano, que no hay nada por hacer, que no hay escapatoria posible. Y al que no le guste, como ha dicho en repetidas ocasiones Cabello, pues “que se vaya”.
Lo cierto es que una suerte de racionalidad “malandra” se ha terminado imponiendo muy por encima de los esfuerzos por interpretar, bajo criterios más o menos convencionales, el quehacer político. Los llamados del tipo “paren el mundo que quiero votar” son, dentro de el actual contexto Burnout, voces que claman en el desierto. El “si hubiésemos ido a votaciones les hubiésemos ganado” o “la única salida que nos queda es la negociación electoral” no son, por el momento, más que ejercicios tomados de una vasta bibliografía, sin duda, clásica, que carece por completo de tesitura histórica. Son las obras completas de una realidad que, hasta el presente, no ha sido concretamente escrita. Y conviene recordar que lo concreto no es lo real inmediato, el “esto”, como se suele creer, sino “la síntesis de múltiples determinaciones”, la unidad orgánicamente concebida de la diversidad. Y es que, a pesar de Gadamer, todavía hay quienes insisten en entender y representarse bajo criterios cartesianos o empiristas la difícil coyuntura, sin poder llegar a comprenderla. Los “manuales del usuario” son muy útiles, a la hora de instalar los electrodomésticos. La realidad ha terminado por imponer su cadencia frente a esquemas y metodologizaciones en las que el gran ausente es lo que es, el carácter específico y muy probablemente inédito del presente.
La pregunta que quizá convenga formularse, a viva voz, es la que recientemente se hiciera el periodista francés Marc Saint-Upéry: “¿Hasta qué punto el umbral de destrucción del país y de masacre en cámara lenta de la población puede resistir un sistema tan perverso y cínico?”. El chantaje biopolítico implementado por el régimen, es decir, el “sobrevives porque yo te doy de comer”, junto al terror más despiadado y brutal, son el único sustento efectivo que ese grupo de criminales, narcotraficantes y terroristas, todavía conserva. Han sabido corromper, saquear y contaminar; han hecho que la anormalidad aparezca como un hecho normal; han transmutado la riqueza del lenguaje en pobreza del espíritu. En fin, han hecho de la miseria su mayor riqueza. Es hora de revertir el efecto Burnout. Pero no se logrará ni alimentando esperanzas, que terminan por aumentar el miedo, ni con ofertas premurosas que, similares a los fuegos artificiales, inundan de luz el instante para, poco después, convocar la densa sombra del desengaño.