Érase una vez en Hollywood propone infinitas capas de lectura en el horizonte de los géneros, las contraculturas y las nostalgias líquidas de la contemporaneidad, siendo fiel al programa de “revancha utópica” de Tarantino, quien viaja al pasado para ajustar cuentas con la industria y la historia.
Las ucronías del autor nos llevaron antes a la Segunda Guerra Mundial, para ver la planificación del asesinato de Hitler, a manos de un comando suicida de cazadores de nazis.
En la nueva película del autor, un grupo de actores en horas bajas aniquila al clan Manson, con todo y lanzallamas, salvando a Sharon Tate de una muerte segura.
En tal sentido, la hoja de ruta del director no sufre mayores alteraciones creativas.
Brad Pitt vuelve a participar en la operación de los antihéroes, al interpretar el papel del doble de Leonardo Di Caprio, cuya caracterización define a otra estrella venida a menos por la explotación de su imagen en telefilmes de dudoso origen.
Por el largometraje desfilan íconos de la época como Roman Polanski, Steve McQueen y Bruce Lee, al límite de una parodia negra que es marca de la casa desde los grotescos matones de Reservoir Dogs, la claustrofóbica ópera prima del realizador en la que replantea la convención del filme de atraco imperfecto.
Después vendría la legendaria Pulp Fiction, seguida de seis títulos que redefinirían la evolución de lo independiente, hasta convertirlo en una marca rentable y establecida de la meca, como cualquier franquicia, solo que con la virtud de pertenecer a uno de los últimos guardianes de lo que llaman la “política de autor” en Cahiers Du Cinema.
La excepcionalidad radical de Érase vez una en Hollywood reside en el momento en que se estrena, cuando los eventos del verano replicante dominan la cartelera, sin alternativas serias a la vista.
Al binomio dorado de Marvel y Pixar, Tarantino les opone la resistencia de un cine adulto, reposado, introspectivo y dialogante, que se toma el tiempo que quiere en la remembranza de las imágenes modernistas de Antonioni, Rosellini, Welles y Godard, añadiéndoles el toque de la hiperviolencia estilizada de Sam Peckinpah y Tobe Hooper, bajo la mirada melancólica y distanciada de las tragicomedias al dente de Sergio Leone.
Como Luis Buñuel, la cámara de la pieza no teme, por un segundo, recrearse en los fetiches varios que seducen al creador, aprovechando el poder de atracción de la pantalla grande.
Así vemos una galería de pies y rostros que figuran en primerísimos planos por minutos, que buscan transgredir la noción clásica y básica de la narrativa.
Ranciere y Deleuze acordarían que Érase una vez en Hollywood entraña una lógica de revertir la concepción infantil de las fábulas tradicionales.
La versión de Tarantino es la de un cuento de hadas que cambia los sueños por pesadillas y viceversa, en una clara afirmación del valor de la cinefilia, no como mero juguete de la estimulación pop, sino como venganza del auténtico espíritu de 1969, la fecha que orienta el desarrollo de la trama y que partió las aguas del sistema de los estudios de Los Ángeles, para siempre.
En aquel entonces asolaba una crisis tremenda de las ideas, como ahora. Pero los outsiders rescataron el placer y la ilusión por descubrir a una generación de relevo que recupera la fe en el futuro, tras los éxitos de El graduado, Bebé de Rosemary, La pandilla salvaje, Vaquero de medianoche y la totémica Easy Rider, que supone el definitivo quiebre ante la disolución del fantasma del macartismo y la censura.
Los setenta serán los años de los padres y los padrinos conceptuales de Tarantino; de los Spielberg, de los Coppola, de los Lucas, de los De Palma, de los Scorsese, de los Lynch, de los que como él confiaron en el arte de remodelar y reorganizar los argumentos universales, las sagradas escrituras del teatro griego, los dramas de Shakespeare, las herencias de los mohicanos de la programación de serie b.
Son los olvidados, los underdogs, los sidekicks, los compañeros fieles, los que salvan a Hollywood de su amenaza de muerte. La película está dedicada a ellos.
La sorpresa es que Tarantino ruede su película más intimista, romántica y empática, manteniendo el respeto por sus polémicas obsesiones.
Me ha sorprendido encontrarme con un inesperado western de cámara, que toma a Di Caprio como alter ego para elaborar un duelo, en una inquietud crepuscular que le ayuda a superar la depresión que significa estancarse.
El casting de adhesiones y recuperaciones, merece un capítulo aparte, entre Luke Perry, Al Pacino, Bruce Dern, Kurt Russel y Julia Butters (una de las revelaciones de la década que da voz a uno de los textos ingeniosos del libreto sobre el arte de la interpretación, dentro y fuera del método).
Tampoco avizoraba el destino de contemplar una especie de remake de La matanza de Texas, pero alterando los papeles, pues las chicas malas encarnan el rol de las presencias terroríficas en la famosa secuencia del rancho decadente del largometraje. Posible forma de responderle a las beatas y viudas del Me Too.
Al final, Tarantino concibe otro esplendoroso desenlace de catarsis, que incomoda a los puristas del bostezo, que oportunamente sacudirá a los resentidos defensores del progresismo hippie, al que no le dejan títere con cabeza.
Enhorabuena porque el público venezolano lo celebra con risas y aplausos.
A usted y a mí nos queda dilucidar en el foro, de las redes sociales, si Tarantino es un genio del trastorno o un populista reaccionario.
En cualquier caso, apuesto que hay más cine en Érase una vez en Hollywood de lo que le reconocen sus críticos conservadores.
Reconciliado con el toque de un clasicismo iconoclasta, el director se despide con el que es su cierre de Casablanca, albergando el principio de una bonita amistad.
Grúas, travellings y panorámicas de una ciudad espectral e hipnótica hacen el resto por uno de los hitos cinematográficos del 2019.