La posverdad, distorsión deliberada de la realidad para manipular creencias, emociones, influir en la opinión pública y las actitudes sociales, parece ser una práctica común en Latinoamérica. Esa distorsión de la verdad hace uso y abuso de discursos emocionales que alteran o ignoran los hechos.
En Bolivia, el presidente Luis Arce advierte sobre un nuevo intento de golpe de Estado: “La derecha quiere ganar con esos movimientos lo que no pudo ganar en las urnas”. Pero más de 1 millón de ciudadanos salieron a las calles de Santa Cruz –en medio de un inaudito estado de sitio por más de 25 días– para participar en el Cabildo abierto que exige sincerar las cifras del cuestionado padrón electoral boliviano, con el lema “sí o sí al censo 2023”.
El gobierno de Venezuela denuncia que existe “un intento de golpe de Estado por quienes califica de traidores». Pero en septiembre de este año la ONU aportó pruebas sobre crímenes contra la humanidad con “indicios de genocidio en la crisis de derechos humanos durante el gobierno de Nicolás Maduro, recolectados por expertos desde 2014 a la fecha”.
Pedro Castillo afirma que en el Perú se intenta «una nueva modalidad de golpe de Estado”, en respuesta a la denuncia constitucional que lo acusa de liderar una organización criminal. Hace uso y abuso de los fondos públicos para mejorar su alicaída popularidad, manipulando a la opinión pública.
Estos son solo ejemplos de esta posverdad que suele derrumbarse con la popularidad de algunos mandatarios. Un estudio de líderes de opinión en 2022 muestra la desaprobación de diversos presidentes latinoamericanos por su mala gestión económica y sistemas políticos. Nicolás Maduro tiene 5% de aprobación y sólo 1% considera a Venezuela como democracia plena. El presidente de Cuba, Miguel Diaz-Canel obtiene 14% de aprobación y 2% en la percepción democrática. Datos recientes miden la aprobación de: Luis Arce con 30% en Bolivia, Guillermo Lasso con 28% en Ecuador, el régimen peruano de Pedro Castillo bordea el 26%, Gabriel Boric con una aprobación descendente de 25% en Chile y Alberto Fernández con 18% en Argentina, entre otros resultados.
Estos datos muestran la percepción sobre la democracia en nuestra región, donde la desaprobación presidencial parece tener una correlación con la preocupante violación de los derechos y libertades. “Uno de los más grandes errores es juzgar a las políticas y programas por sus intenciones, en lugar de por sus resultados”, afirmaba Milton Friedman. Pero este hecho parece no tener relevancia en esta Latinoamérica que lleva al poder a candidatos con ese modelo político cuyo fracaso puede constatarse con los índices de pobreza extrema, bienestar social deficiente y ausencia de libertades.
En El Salvador, Nayib Bukele muestra 86% de aprobación –con un estilo de liderazgo de rasgos autoritarios–, pretendiendo ser reelegido, aunque la Constitución lo prohíba. Parece ser que, cuando el pueblo exige solución a los problemas urgentes –inseguridad ciudadana en el caso salvadoreño– está dispuesta a pagar un alto precio.
“El político debe tener: amor apasionado por su causa, ética de su responsabilidad, mesura en sus actuaciones” (Max Weber – 1864). Pero esos valores parecieran deteriorarse con el pasar de los años. La pobreza y las brechas sociales –aunque graves y preocupantes– han ido disminuyendo en el tiempo, pero no se ha logrado esa unidad que permita superar los problemas de la región. Pareciera ser el discurso divisionista, ese relato plagado de posverdad, el que contamina a los países latinoamericanos. Ese relato nos sigue alejando del verdadero propósito: educación de calidad, erradicación de la pobreza, reducción de las brechas y oportunidades para la población menos favorecida.
Artículo publicado en El Reporte de Perú
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