Pinochet es Drácula en El Conde, la nueva película del chileno Pablo Larraín, a veces hipnótica y genialmente delirante, en otras explicativa y literal, desde su revisionismo histórico, a 50 años de golpe contra Allende.

El filme gana el premio de guion en Venecia, pero es en su escritura donde el autor se nota más errático y arbitrario, como en su final de ucronía imposible acerca del origen del mal.

Puede que el tono sea deliberado, que el realizador quiera pasarse de listo y aprovechar que el papel aguanta todo.

Sin embargo, el exceso creativo peca de narcisista y retórico, un giro populista que inventa que el vampiro es hijo de la Dama de Hierro. Veo que es una concesión con una caricatura de trillados visos marxistoides, que parece complacer al espectador progre con complejo de superioridad moral.

Pablo Larraín no es un recién llegado en la materia, y debemos reconocerle el mérito de profundizar en las heridas de su país, con un lenguaje personalísimo de fría deshumanización, de exposición de vidas consumidas por el trauma en tiempos de dictadura.

Pienso que el cineasta se luce en títulos como Post Mortem, No y El Club, reconstruyendo pasados dolorosos con la capacidad de un gélido retratista del mal, siempre en busca de alguna redención entre tanta corrupción y podredumbre.

Luego, la marca Larraín se va depurando, hasta lograr una trilogía de obras maestras discutibles, como Jackie, Emma y Spencer, dedicadas a problematizar la mirada de la mujer en el cine del milenio.

En general, son películas de una honda densidad semiótica, que invitan a descifrar enigmas y códigos secretos, a partir de una poética visual que elude la salida fácil, el atajo sencillo, la moraleja única.

Mi tema con El Conde es que lo mejor de Pablo Larraín sigue ahí, su ambigua y poderosa inventiva de vanguardia, a costa de un texto medio obvio, machacante y pedagógico, como aquella voz en off que abre y cierra la función.

Sondeo una conexión con la fallida Neruda, acaso la peor del realizador, amén de sus redundancias y reflexiones de novela negra, que agotan al personal, le bajan línea y le impiden sacar una conclusión propia del juego narrativo que se propone con las imágenes.

Así y todo, El Conde ofrece un repertorio expresionista en blanco y negro, a años luz de la blandenguería y la corrección política de Netflix.

Por tanto, no será un hueso simple de roer para los que solo demandan un entretenimiento superficial con vampiros, un género que va en picada y que el director cumple con inyectarle una sobredosis de sangre fresca, a través de sus planteamientos de historieta gráfica y de cómic subversivo.

De ahí que guarde relación con sátiras como Death to Stalin, con locuritas como Abraham Lincoln: Cazador de vampiros, con experimentos de la tendencia como Una chica regresa sola a casa de noche, cuya senda indie y hipster resulta fotocopiada al carbón, sin reconocimiento de la fuente.

Digamos que El Conde funciona como exorcismo y homenaje pop a Dreyer, para decirnos que el Chile de hoy es una fábula absurda de terror, una sociedad atormentada por su pasado oscuro, una familia como de mafia de Succession que ha sido succionada por unos colmillos coloniales de chupasangres.

Gente, un relato como de librito de Rius o caricatura de Juan Padrón, a la Vampiros en La Habana. Un reduccionismo binario que se disfraza de genialidad festivalera, para victimizar y echarle la culpa a los enemigos de costumbre, a los villanos, a los monstruos que vienen de afuera.

Con Neruda, afirmo que El Conde es de las que menos me gustan de su autor.

 


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