El Dr. Pedro Manuel Arcaya (1874-1958) fue uno de los intelectuales más relevantes de Venezuela en la primera mitad del siglo XX, un pensador y estudioso de los realidades y un prominente jurista, si se quiere un importante ideólogo de la República durante el gomecismo (1908-1935).
Llegó a ser, entre otras relevantes posiciones alcanzadas y honores recibidos, individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Real Española. Se incorporó en 1917 con un discurso sobre los descendientes del ilustre escritor Francisco de Quevedo. Le tocó ocupar el sillón letra A, vacante tras el fallecimiento del destacado abogado caraqueño don Teófilo Rodríguez Rodríguez (1843-1915). Después de la muerte del Dr. Arcaya, dicho sillón sería ocupado por el gran maestro cumanés don Roberto Martínez Centeno (1892-1977) y luego por el Dr. Ramón J. Velásquez (1916-2014) y actualmente por el Dr. José Del Rey Fajardo, s. j.
El Dr. Arcaya fue asimismo numerario de la Academia Nacional de la Historia desde 1910, cuya dirección ejerció entre 1927 y 1930 y entre 1943 y 1945, y, desde 1915, de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Estas adscripciones dan cuenta de un espíritu cultivado e inquieto, de un hombre estudioso y de una obra intelectual admirable, aún más si se considera el contexto de la época de formación y actuación pública y profesional del Dr. Arcaya. Se le honró además como miembro correspondiente de diversas corporaciones de España, Portugal, Francia, Colombia y los Estados Unidos de América.
En agosto de 1980, tras concluir mi primer año de la carrera de Letras en la Universidad Católica Andrés Bello, ingresé como pasante al Laboratorio de Etnología del Centro de Antropología del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas para formarme en el estudio de los pueblos y lenguas indígenas. Me tocó trabajar con la Dra. Haydée Seijas Pittaluga, quien estaba elaborando una bibliografía sobre las lenguas indígenas de Venezuela. En septiembre de ese año, como parte de dicha pasantía, se me asignó visitar la Sala Arcaya de la Biblioteca Nacional con la finalidad de cotejar referencias bibliográficas de estudios antiguos sobre las lenguas indígenas habladas en territorio venezolano.
Con una carta de recomendación para doña María Teresa Arcaya de Mezquita me presenté en la grandiosa biblioteca de su padre, que ella dirigía con acierto y bondad. A mis dieciocho años, tenía una vaga noción de aquella formidable biblioteca. Pocos meses antes, quizá, había leído una noticia en la prensa que daba cuenta de los avances en la catalogación de la colección donada por la familia Arcaya a la Biblioteca Nacional. Se estimaba que había alrededor de 70.000 volúmenes, pero un número mayor de títulos. La propia Sra. Mezquita me explicó la razón. “Mi papá solía juntar varios folletos y libros pequeños y entonces los mandaba a encuadernar juntos”, me dijo. Un solo volumen podía, pues, contener varios libros pequeños, a veces folletos, que no estaban todavía catalogados. Esto a veces generaba problemas en la clasificación. Entre otros datos relevantes, no dejó de señalarme que los escalones que conducían de la casa a la biblioteca se habían pintado de diversos colores para que su papá, ya con problemas de visión en los años finales de su vida, distinguiera cada escalón al subir a su amado estudio, donde solía pasar largos ratos en el otoño de su existencia.
Para mí fue como entrar a un paraíso, a un paraíso dentro de “El Paraíso”, para aludir al nombre de la urbanización que lo albergaba junto a otros paraísos de similar encanto, como eran entonces la Fundación John Boulton y otros edificios y casas patrimoniales, el colegio San José de Tarbes, el viejo edificio del Instituto Pedagógico Nacional y Villa Elena, la residencia de la familia Ibarra Russel.
En aquel verdadero paraíso de libros que era la sala Arcaya, yo disfrutaba desde el olor hasta la textura de los libros, además de su contenido, y de manera particular de las diversas huellas que su dueño había dejado en los libros y que atestiguan que aquella no era una colección ociosa sino parte fundamental, una extraordinaria herramienta, de un verdadero gabinete de trabajo. Pasé unas semanas formidables allí. Luego me aficioné a visitar la biblioteca, lo cual hacía con regularidad y nuevamente de manera continua cuando entre mayo y junio de 1981 debí escribir unos artículos para el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar, por especial encargo de mi maestra la Dra. Lyll Barceló Sifontes, entonces directora de la Escuela de Letras de la UCAB. La Sra. Mezquita con frecuencia me ayudaba a entender ciertos textos, especialmente los escritos en francés y con paciencia y maternal solicitud me fue guiando por la biblioteca de su padre y contándome las historias de cómo había formado aquella formidable colección de libros. Desde sus días iniciales en Coro había entrado en contacto con libreros de España y Francia, principalmente para comprar los libros que necesitaba para sus investigaciones en una Venezuela pobre y sin buenas bibliotecas públicas.
Los intereses académicos del Dr. Arcaya se reflejaban en el contenido de su biblioteca. Los temas principales eran antropología, sociología, lingüística, historia, literatura, derecho e historia del arte europeo e hispanoamericano. Cuando ya en la década de 1990 la colección fue trasladada a las instalaciones de la Biblioteca Nacional en el Foro Libertador, y con ella los hermosos muebles que el Dr. Arcaya había mandado a elaborar para su biblioteca de la casa de “El Paraíso”, aquellos armarios altos, con puertas de vidrio la mayoría, que protegían adecuadamente los libros, sentí que se había perdido ese encanto de recinto sagrado que se respiraba y vivía en la vieja sede, que ya sin embargo empezaba a mostrar indicios de deterioro por el tiempo. Estaba todavía el Sr. Guillén, que fue uno de los empleados más fieles de la Sala Arcaya y llegó a ser uno de los mejores conocedores de la ubicación de los libros.
El Dr. Arcaya sintió un especial interés por el estudio de lo que con una palabra muy en boga a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX se solía llamar las “antigüedades” de un país, por los orígenes prehispánicos en este caso y las sociedades indígenas del presente, sometidas a una gran invisibilidad social en aquella época. Tal interés lo atestiguan varios artículos sobre los pueblos indígenas del actual estado Falcón y sus idiomas, publicados en las revistas Cultura venezolana, El Cojo Ilustrado, De Re Indica y en el periódico El Águila de Coro, además de sus libros sobre la historia falconiana. Ese interés, además de las propias publicaciones del Dr. Arcaya, se puede verificar en las huellas físicas que dejó en los libros y folletos sobre pueblos, culturas y lenguas indígenas. Palabras subrayadas, anotaciones, comentarios: así como las preguntas que hacía a sus colegas y que muchos de ellos contestaban ya fuera en correspondencia o en publicaciones. Era un ambiente de gran altura, de respeto intelectual y de profundo interés por desvelar temas poco conocidos o investigados. Creo que es un campo no suficientemente estudiado y sobre el cual se debería volver la mirada analítica para reconstruir mejor la historia del cultivo de las ciencias sociales en Venezuela.
El Dr. Arcaya, Alfredo Jahn, Bartolomé Tavera Acosta, Lisandro Alvarado, Julio C. Salas, Amílcar Fonseca, Tulio Febres Cordero, Abelardo Gorrochotegui, José Ignacio Lares, entre otros, solían hacer un enriquecedor intercambio epistolar y compartir hallazgos, reflexiones, dudas, preguntas o intereses. Varias veces la Sra. Mezquita me habló de este aspecto de su padre y me mostró algunas cartas que guardaba con gran celo. No sé dónde se conserva el archivo del Dr. Arcaya, pero creo que valdría la pena rescatarlo, evaluarlo y salvaguardarlo, así como la reedición de algunas de sus obras.
Un aspecto que no debemos olvidar es que el Dr. Arcaya formó parte de una o varias generaciones de venezolanos que debieron compartir sus intereses académicos y de investigación con labores profesionales, en este caso jurídicas como lo evidencia su profusa actividad de abogado, y su compromiso político, entiéndase su participación en la política como una vocación profundamente venezolanista, independientemente de la valoración que la posteridad pueda hacer de esas actuaciones en un régimen autoritario como el encabezado durante 27 años por el general Juan Vicente Gómez. Eso hizo que personas como el Dr. Arcaya ocuparan altas posiciones políticas y justificaran su actuación en beneficio del orden, la paz necesaria para el progreso, la idea del “gendarme necesario” que expondría Vallenilla Lanz. Al final de su vida, le tocó al Dr. Arcaya sufrir el desengaño de las pasiones y las posiciones ideológicas enfrentadas. Solía mitigar la tristeza y la soledad y encontrar consuelo en los universos que guardaban las páginas de sus libros, en las galaxias, constelaciones y formidables estrellas de su extraordinaria biblioteca compilada con una precisa orientación académica y amplios criterios académicos.
Muchos libros de la Biblioteca Arcaya son ejemplares únicos o algunos muy escasos en Venezuela e incluso en otras bibliotecas de América Latina. Puede considerarse no solo la mayor biblioteca personal de Venezuela sino una colección de referencia para la historia de nuestros pueblos y sociedades, de una riqueza única con primeras ediciones de muchas obras, en especial del período que corre entre mediados del siglo XIX a mediados del XX. Además de libros, la integran revistas, mapas e impresos sueltos que el Dr. Arcaya atesoraba con gran aprecio y sentido de valor histórico y futuro. Conservarla, preferiblemente sin disgregarla como en algún momento se hizo ya en la sede del Foro Libertador, debe ser una prioridad para la Biblioteca Nacional de Venezuela. Esos materiales bibliográficos y ni bibliográficos son una extraordinaria herramienta para conocernos mejor y para reconocernos a través de la historia, un recurso para empoderarnos desde aquí. Este no es un mérito menor. ¡Cuántos pueblos no tienen a su alcance las fuentes para estudiar su historia y sus recursos culturales!
Sin duda, el Dr. Pedro Manuel Arcaya es una figura significativa de la venezolanidad y del pensamiento venezolano y su biblioteca es la mayor contribución que legó a la posteridad.
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