El poeta impecune y a pese a todo elegante, el poeta en su plenitud, el poeta amado por todas las mujeres se repone de un agotador idilio —en realidad se oculta, asediado— en la apacible aldea bávara de Irschenhausen. Allí, creyéndose incógnito en la casa de huéspedes de los Schönblick, piensa él que ni siquiera la insaciable y perseverante Magda von Hattinberg podrá encontrarlo.
Es el verano de 1914, la Gran Guerra estallará en cosa de semanas, Rainer María Rilke tiene 50 años y, por vez primera en mucho tiempo, no alcanza a ver el providencial alivio a sus apuros económicos que, puntualmente, siempre ha acudido desde alguna parte. No se inquieta demasiado, sin embargo: mientras su creatividad atraviesa una sequía, Rilke disfruta y saca provecho a las gentiles tertulias literarias de la pensión Schönblick que, en noches estivales, atraen gente de múltiples talentos. Gente como Lou, llamada “Louolou”, Albert-Lasard. A Loulou se le tiene por pintora expresionista y fracasada, tiene 30 años, desciende de una familia de banqueros judíos de Metz, está casada con un cornudo feliz que le lleva casi 30 años y a quien Loulou ha dado una hija. El señor Albert es químico y también el rico propietario de un afamado laboratorio fotográfico. Loulou finge, al principio, no reconocer al poeta que se ha prendado de los ojos de la pittrice y –lo admitirá luego— también de la ligera cojera de Loulou, defecto congénito de la cadera que ella ha sublimado en tenue y lascivo tongoneo.
Cuenta Mauricio Wiesenthal, el notabilísimo historiador del arte catalán, incomparable biógrafo de Rilke, que ya para entonces el poeta no se molestaba en concebir nuevas estrategias de abordaje y conquista. Recurría a viejas, muy probadas tretas, tales como conducir la conversación de sobremesa hacia temas como la reencarnación, el destino o las apariciones fantasmagóricas, mostrándose esotérico a la manera de Yeats.
Igual que a casi todas sus novias, Rilke propuso a Loulou traducir juntos La Vita Nuova, o adaptar, quizá, los Sonetos de la dama portuguesa, de Elizabeth Barret Browning. Su frase matadora era “¡qué misteriosa estrategia se ha cumplido en nosotros, Alice, Marie, Adrienne, Magda, quise decir Loulou!”
El romance prospera; comienzan a hacer planes. Tan solo importuna la apremiante correspondencia de Antón Kippenberg, el editor de Rilke, a quien éste mantiene a raya con las traducciones hechas al alimón con sus antiguas novias o con fragmentos de sus todavía no completas Elegías que Herr Kippenberg publica en un suplemento literario.
Un día llega una carta de Kippenberg con la noticia de que un donante anónimo, un mecenas discreto e interesado tan solo en brindar apoyo a escritores o artistas austriacos de indiscutible talento que se hallasen, además, verdaderamente en aprietos financieros, ha dispuesto dotar a Rainer María Rilke con 20.0000 coronas austriacas. Nada menos.
Para irnos entendiendo: cien años más tarde —hace solo unos siete—, esa suma equivalía a unos 420.000 dólares. Y el generoso desconocido era un joven de 25 años, repugnantemente rico y excéntricamente desprendido, que por aquellos días se disponía a partir voluntariamente al frente de batalla.
Se llamaba Ludwig Wittgenstein, pero Rilke solo vino a conocer la identidad del benefactor mucho tiempo después. De todos modos, en aquel momento ese nombre no habría significado nada para él ni para nadie en el mundo, fuera del estrecho círculo de matemáticos de Cambridge cuyo centro era Bertrand Russell.
Vástago de una de las familias más ricas del Imperio austrohúngaro, la fortuna personal de Wittgenstein generaba, antes de comenzar la guerra, una renta anual de cerca de 160.000 dólares. Ya había pasado por Cambridge y ganado con sus trabajos sobre lenguaje y lógica matemática la admiración de cimas como Bertrand Russel y Gottlieb Frege. Pero, llevado por uno de sus arrebatos de misantropía, había abandonado Cambridge para irse a vivir, completamente solo, en una cabaña que se hizo construir en un apartado paraje de Noruega.
Solo así, afirmaba, desligado del mundo universitario y de la vida mundana, podría dedicarse por entero a la filosofía. Ermitaño en Noruega, se hacía llegar prensa europea y una de sus publicaciones favoritas era Die Fackel (“La antorcha”), editada y escrita en Viena por su admirado amigo Karl Kraus.
En una de sus entregas, Kraus elogiaba una publicación afín a la suya, editada en Innsbruck por un impresor llamado Ludwig von Ficker. Característico de la personalidad de Wittgenstein, probablemente un “aspergeryano” a quien Ray Monk, uno de sus mejores biógrafos, asemeja al príncipe Myshkin de El idiota, el filósofo escribió al señor Ficker.
En su carta, Wittgenstein se ofrecía a transferir a Ficker 100.000 coronas austriacas con la solicitud de distribuirlas entre artistas austriacos de escasos recursos. “Recurro a usted en esta materia —le decía— porque presumo que, siendo editor, estará familiarizado con muchos de nuestros mejores talentos y sabrá quiénes de entre ellos están en mayor necesidad de apoyo”. Quería desprenderse de toda atadura material y hablaba en serio.
Cuando, luego de unas cuantas indagaciones, Ficker se persuadió de que no se trataba de una broma y de que su Ludwig era uno los “judíos de la hulla y del acero” más ricos del imperio, se reunió con él en Viena y le mostró una lista de necesitados que Wittgenstein aprobó sin chistar.
La encabezaban Rainer María Rilke, el poeta Georg Trakl y el poeta y dramaturgo Carl Dallago, cada uno de ellos acreedor a 20000 coronas cada uno. Por Rilke, Trakl y Dallago, Wittgenstein sintió siempre profunda admiración. En la lista de Frick figuraban, además y con montos variables, figuras como el pintor Oskar Kokoshka y el arquitecto vienés Adolf Loos. Justo el día que Ficker recibió la cuantiosa suma, estalló la guerra.
Durante toda la guerra, Wittgenstein se las arregló para hacerse destinar a las posiciones que entrañaban mayor peligro. Del conflicto emergió cubierto de condecoraciones al valor en combate y, asombrosamente, con el manuscrito del Tractatus logico-philosophicus que escribió bajo el fuego artillero enemigo y que este año cumple cien años de hacer aparición. Característicamente, en lugar de regresar a Noruega, se hizo maestro de segunda enseñanza.
De sus 20.000 coronas, Rilke solo alcanzó a ver 2.000 que le adelantó en efectivo el editor Kippenberg. Las restantes 18.000 coronas, suponemos, desaparecieron junto con la Viena de Wittgenstein y el resto del Imperio Austrohúngaro. C’est la guerre.