En la Grecia de la antigüedad se conoció la institución del ostracismo, cuya palabra deriva de los votos del destierro que permanecían escritos sobre cerámica y en una decisión que se adoptaba, por razones políticas, contra aquel a quien se consideraba una amenaza así no hubiese incurrido en un hecho ilícito. Teóricamente se usaba para prevenir una eventual tiranía por el afectado o para el pago de sus errores contra la comunidad. Aislamiento físico o psicológico, como el llamado trato de silencio a quien marcha hacia esa pena: ve dialogar a los suyos, pero los suyos ni le escuchan ni le incorporan a sus diálogos.
Es cierto, no obstante, que en ese pasado remoto, al sometido a ostracismo no se le deshonraba ni se le confiscaban sus bienes, como ocurre con los comportamientos colectivos que estimulan, en nuestra contemporaneidad, las llamadas dictaduras del siglo XXI, pues en línea contraria al origen de esa experiencia, dispuesta por Clístenes en el año 510 anterior a nuestra Era y aplicada contra Hiparco y contra el demagogo Hipérbolo, se la aplica ahora en América Latina para impedir la vida en democracia. Se la considera como salvaguarda frente a quienes amenazan a las satrapías de turno y se les llama – pasa con los exilados cubanos –gusanos.
La cuestión viene al caso –sensibilizado por la situación de los casi 8.000.000 de mis compatriotas desplazados o exilados por el régimen de Nicolás Maduro; exilados pues al cabo tal emigración, para sobrevivir, tiene su origen en una perturbación ideológica, la del marxismo o capitalismo de vigilancia imperante– ya que trae a colación lo recientemente ocurrido en Nicaragua. No sólo fueron desterrados 222 presos políticos, sino que se les ha retirado la nacionalidad. Se les han confiscado los bienes y los derechos de ciudadanía a otras 94 personalidades, como condenado al obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, a 26 años de prisión por rehusarse al exilio. A las víctimas se les niega todo derecho a ser personas, se les arranca toda identidad, se les purga, no de la república sino de la nación de cuyas raíces proceden. Es doble el castigo y agravado el daño antropológico.
Hago memoria y se me actualizan dos experiencias de las que fui testigo como emisario y después embajador del presidente Luis Herrera. Al dictador argentino Jorge Videla, con quien nos entrevistamos en Mar de Plata en 1978 –en misión que encabeza José Alberto Zambrano Velazco, designado canciller en 1979– me atrevo a preguntarle sobre el origen del golpe de Estado que lo lleva al poder. No titubea ni se incomoda. Lo atribuye a la «ley del silencio» impuesta por los civiles a los militares: – “No nos dejaban entrar por la puerta, lo hicimos por las ventanas”.
En 1980, el diario El Mercurio organiza una tenida para el general-presidente de Brasil, João B. Figueiredo, que visita a Santiago. Al toparme con el dictador Augusto Pinochet, a cuyo lado permanecía su esposa, doña Lucía Hiriart, me estrecha la mano y dice: – “Embajador, coméntele a su presidente que nada me importa lo que piensen de mí en el extranjero. Le hago caso a lo que piensan de mí los que viven en Chile”. Unos 200.000 chilenos se encontraban exilados, no existían.
Lo grave fue el comentario que le escucho en ese tiempo a uno de los líderes de la oposición democrática, que en 1988 integrará la llamada Concertación. Eufóricos acudían al mitin célebre del Teatro Caupolicán del año ochenta donde don Eduardo Frei, con admirable coraje y en una hora del arreciar dictatorial denunciaba que permanecían “en interdicción cívica, privados de sus derechos ciudadanos”: – “El exilio, querido embajador, está aquí, en el Caupolicán, no en quienes se han ido”, me dice aquél.
Durante su campaña, reunido con Revolucionarios y Bolivarianos por la Patria, seguidores de Hugo Chávez y al manifestarles Henrique Capriles Radonski, candidato presidencial de oposición y socialista, que su modelo es el de Luis Inãcio Lula da Silva, sostenía desde Miami que “no somos Cuba, ni vamos a seguir los pasos de Cuba”. –Están desde la comodidad [del exilio], diciéndonos que nosotros, los que estamos aquí, luchando, tenemos que hacer esto o esto, con sus pantuflas, desde un escritorio, escribiendo… Vengan para acá, vengan y pónganse al frente. Lo lamento, la lucha es aquí”, afirmará categórico en 2016. Lo había derrotado Nicolás Maduro en 2013.
La segregación del exilado, su ostracismo, la realidad de verse desplazado, de no encontrar eco desde su distancia obligada frente a aquellos otros con quienes formará nación o patria –que es ejercicio de la libertad y como debe serla y entendérsela, según lo sostiene el patricio Miguel J. Sanz– significa, por lo visto, descubrir que el exilio tiene su más amargo reverso en la soledad.
Es ese el castigo que entiende y por lo mismo espera ver la pareja Ortega-Murillo que se realice en quienes amenazan a su poder despótico. Volverlos trashumantes solitarios, adanes sin lugar ni sentido del tiempo, sin vínculos ni raíces salvo que admitan sujeciones y pérdidas de autonomía, es el desiderátum. La virtualidad y la instantaneidad de vida se les vuelve, se nos vuelve a los exilados un vicio. ¿Será por eso que se nos conoce como guerreros del teclado?
El exilio, ciertamente, es una perversión de la historia y su destino, más aún es desviación de la naturaleza humana; por lo que en perífrasis del argumento de Augusto Roa Bastos me atrevo a volteárselo para señalar que, enhorabuena, a los temores del desarraigo les diluye la creación cultural, la escritura y la oralidad, sea literaria, sea musical. Así que, mientras agoniza la república en la geografía que nos viera nacer, la nación, por ser hija del espíritu adquiere sus maravillosas texturas allí donde cada venezolano se hace presente, en casa ajena para encontrar el arraigo perdido y para trucar a la amargura del tiempo en inspiración y fuente de nobleza.
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