Nuevamente, eso que incomprensiblemente denominan diálogo, entre dos quimeras llamadas “oposición” y “gobierno”, se ha convertido en otra lamentable tragicomedia.
Llamar “oposición” a ese minúsculo grupo de personas que allí estuvieron presentes es menospreciar los sentimientos y opiniones de millones de venezolanos que hoy se cuentan entre los que detestan la gestión usurpadora que hoy subyuga a Venezuela. Ninguno de esos venezolanos se siente representado por ese diminuto grupo de políticos. Nadie los ve como nuestros representantes, nadie los respeta. Nadie los respalda. Alguien debería aclarar que son “unos opositores”, pero de ninguna forma son “la oposición venezolana”. Hacer esa aclaratoria sería de enorme ayuda para comprender por qué sus anuncios y sus acuerdos son tan insustanciales para los venezolanos.
Llamar “gobierno” a la otra parte también es, por lo menos, un atrevimiento. Resulta verdaderamente difícil considerar como gobierno a una mafia criminal, autócrata, desleal, ilegítima, arbitraria, corrupta e incompetente como esa que se sentó a conversar con el grupito opositor.
Por eso, no deben sorprendernos los resultados que allí se obtuvieron. No debe parecernos extraño que todos los venezolanos desconfíen de lo que acordaron, que nadie les crea, que se sospeche de sus intenciones y de que se vea con desconfianza lo que firmaron, lo que hicieron y lo que dicen que van a hacer. Nadie les cree. Nadie confía en ellos. Nadie respeta lo que dicen.
Utilizar un eufemismo para referirse al acuerdo, denota con claridad que les avergüenza tanto lo que hicieron que se vieron obligados a disfrazarlo con un nombre que ocultara, a los ojos del pueblo, lo que realmente sucedió. ¿De qué modo regalarle a Maduro 3 millardos de dólares puede considerarse como un “Segundo Acuerdo Parcial para la Protección del Pueblo”? Solo una mente cínica o muy cruel puede imaginar un nombre como ese para bautizar esa felonía que se firmó en México. Solo quienes desprecian al pueblo venezolano se atreven a burlarse de nosotros de esa manera.
Por fortuna, lo único valioso de lo sucedido es que se ha podido comprobar, una vez más, que esas dos entelequias carecen del reconocimiento del pueblo y que sus actos siempre serán para su propio beneficio, y no para el de los venezolanos. Eso quedó claro. Muy claro. Que sean así las cosas nos plantea, igualmente, la urgencia de tomar conciencia acerca de lo que podemos y debemos hacer nosotros mismos, si queremos que esta situación —tan perjudicial para todos nosotros— deje de existir y le dé paso a un verdadero proceso social protagonizado por el ciudadano, y no por estos grupos cuya única motivación son sus propios intereses, traicionando desvergonzadamente a su pueblo. Esa es la urgencia. Esa es nuestra tarea.
Después de anunciado el acuerdo —salvo algunos a quienes efectivamente lo acordado les dará beneficios personales—, no hubo celebraciones en ninguna parte del país; nadie salió en caravanas a aplaudir lo sucedido; no vimos manifestaciones públicas de alegría ni felicitaciones ni agradecimientos. Nada de eso sucedió porque los venezolanos saben que allí se cocinó otra traición, no un acuerdo beneficioso para el país.
Así que de tal “acuerdo” solo debemos extraer lo que en esencia nos puede servir para fortalecer la creación de un movimiento social, ciudadano, democrático, constitucional, que decida masivamente utilizar el voto para quitarnos de encima la desgracia de los que hasta hoy han sido quienes aplastan el país con su incapacidad e incompetencia. Este movimiento no será la idea de un partido político, ni depende de la conducción de un líder carismático: depende exclusivamente de que cada uno de nosotros —cada ciudadano venezolano—, tome conciencia de que tiene en sus manos el instrumento que puede liberarnos de todos los padecimientos que hoy sufrimos: el voto masivo y organizado.
Está en nuestras manos, repito. No en las manos de un partido político ni en el verbo inspirador de un dirigente. Votar es un acto personal. Individual. Un acto que al multiplicarse por millones puede transformar cualquier realidad política, por más espantosa y amenazante que parezca. Esa conciencia del poder del voto aún está sepultada debajo de las toneladas de engaños que esa misma dirigencia —que entregó su dignidad en México— se encargó de arrojarle encima al poder ciudadano, al sistema electoral y la vocación democrática de los venezolanos.
Toca trabajar en el renacimiento de esa vocación. Toca retomar el camino del voto, no como un sufragio mecánico y sin conciencia, sino como un acto de legítima rebeldía ciudadana. Estoy concentrada en esa tarea. Trabajo en ese propósito todos los días. En su momento, veremos cómo el triunfo será abrumador y lo habremos logrado nosotros mismos, los ciudadanos, los venezolanos de a pie.