«Durante siglos hemos vivido en perfecta armonía católicos, musulmanes y judíos», me explicaba el imán de la ciudad de Banja Luka. «Usted mismo puede comprobar que la iglesia sigue en pie, al igual que la sinagoga. En cambio, mi mezquita, de cinco siglos de antigüedad, está en ruinas. Fue destruida por una bomba la semana pasada. Sin duda, este atentado ha sido perpetrado por militantes católicos croatas. Evidentemente, no puedo probarlo y, básicamente, no entiendo esta acción». Esta conversación con el imán de Banja Luka tuvo lugar hace treinta años, durante la guerra que desgarraba Yugoslavia, y más concretamente Bosnia-Herzegovina.
Nunca he olvidado aquella conversación y, sobre todo, la conclusión del imán. Como esta guerra civil le parecía incomprensible, trataba de encontrar la razón oculta. Sopesando todas las hipótesis, llegó finalmente a una conclusión. El responsable, me decía, es el diablo. Nadie más. Pues bien, durante mis misiones diplomáticas en lo que entonces era Yugoslavia me pareció que esta explicación era la más razonable de todas. Encargado de informar de ello al presidente francés de la época, Jacques Chirac, me dio un poco de vergüenza confesarle que yo también consideraba que el diablo era el verdadero responsable de esas masacres. Titubeé, pero acabé nombrando al culpable. Para mi gran sorpresa, el presidente francés no mostró ninguna ironía y no me echó de su despacho. Se limitó a asentir, coincidiendo conmigo y con el imán en que no se podía descartar al diablo.
Y si miramos el mapa del mundo actual, la guerra está en todas partes o casi. Guerras de las que se habla y otras de las que no. Empecemos por aquellas de las que no se habla, o se habla muy poco: las que desgarran el Congo, Sudán, los países del Sahel, Birmania, Armenia y Yemen. Estos conflictos no aparecen en los titulares porque son países lejanos cuyo destino –creemos– no nos afecta. Excepto cuando inmigrantes procedentes de esas zonas en conflicto desembarcan en nuestras playas. Evidentemente, somos más sensibles a las guerras que tienen lugar en nuestra misma puerta y nos preguntamos si es posible contenerlas, ya se trate de la zona de Gaza, Líbano o, cómo no, Ucrania. Es como si la guerra volviera a ser ‘normal’, como lo fue durante siglos. Después de 1945, tras la descolonización y la providencial desaparición de la URSS, tuvimos la ilusión de que las guerras eran cosa del pasado y el mundo podía estar más o menos bien controlado, ya fuera por Naciones Unidas o por el policía en que se había convertido, un poco por defecto, el Ejército estadounidense.
Esta gran ilusión se hizo añicos con el atentado del 11 de septiembre de 2001 como punto de partida de esta nueva normalidad; desde entonces, los conflictos se han multiplicado y amplificado. Los pueblos más pobres, a veces tribus sin estado, tienen acceso a armas sofisticadas que ponen en peligro a sus poblaciones y a sus vecinos. Y también a nosotros, como hemos visto en el mar Rojo, donde el suministro de petróleo ha quedado interrumpido. Estas guerras aparentemente lejanas nos afectan a todos. Explican la ralentización de nuestra economía y la inflación de nuestros precios. También nos dividen porque, como comprobamos en Ucrania, Azerbaiyán y Gaza en particular, en nuestras democracias no podemos evitar que la gente tome partido por razones ideológicas o por simpatía comunitaria; así es como las guerras locales se convierten en guerras mundiales. De modo que, como en Banja Luka hace treinta años, tenemos que preguntarnos quién tiene la culpa. Lógicamente, hay responsabilidades inmediatas.
Si Hamás no hubiera masacrado a 1.500 israelíes, no habría guerra en Gaza. Si el Gobierno de Netanyahu hubiera pensado en una respuesta internacional al ataque de Hamás en lugar de optar por un conflicto directo, a lo mejor Gaza no estaría en guerra. Y en Ucrania, si Occidente hubiera comprendido de antemano las ambiciones de Putin, tal vez habría podido entablar una negociación con él. Pero ¿es posible negociar con Putin? Nadie lo ha conseguido nunca. ¿Y se puede negociar con un presidente chino obsesionado con la reconquista de Taiwán cuando los taiwaneses no tienen el menor deseo de incorporarse a una dictadura comunista? La diplomacia está aún más perdida cuando se trata de conflictos africanos. Allí ni siquiera sabemos quiénes son los interlocutores adecuados, suponiendo que existan y que tengan una razón para existir que no sea librar la guerra.
Si tuviéramos que encontrar un punto en común entre todos estos conflictos, propondría uno, implícito: ninguno de estos conflictos es de carácter ideológico, lo que constituye una diferencia esencial con respecto a la Segunda Guerra Mundial o con la Guerra Fría que le siguió. ¿Descolonización? En principio, ha concluido; estos conflictos no pueden justificarse por un deseo de liberar a los pueblos. La mayoría de estas guerras se asemejan a empresas multinacionales en las que los combatientes desean enriquecerse o enriquecer sus biografías para que su nombre pase a la historia. Estas guerras no tienen un objetivo legítimo que pueda afectar al destino de las naciones; son empresas personales. Dado que estos conflictos no tienen, en realidad, ningún sentido, me siento tentado a concluir, como el imán de Banja Luka, que el diablo está detrás de todo esto. Este diablo tiene una o varias caras. No cabe ninguna duda de que los terroristas de Hamás son una de las caras del diablo, ni de que, en la jerarquía de la demonización, Putin debe ocupar un lugar cerca de la cima. Así pues, hay que llamar al diablo por su nombre y decir claramente que no todo es igual a todo y que, en estos conflictos, no podemos poner al mismo nivel a unos y a otros. Más allá del relativismo: ¡Vade retro! El bien existe y el mal también. La frontera entre el bien y el mal puede ser difusa, pero es una frontera. Por tanto, nuestra humanidad nos obliga a elegir de qué lado estamos. La neutralidad sería diabólica.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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