La Asamblea General de las Naciones Unidas anunció esta semana que a partir del próximo 25 de mayo se celebrará el Día Mundial de Fútbol, señalando, junto a otras razones, el significado de este deporte al servir que “como un lenguaje universal, superando barreras nacionales, culturales y socioeconómicas». En tal día, hace 100 años, se realizó el primer torneo internacional del balompié, durante los Juegos Olímpicos de Verano celebrados en París, de allí la escogencia de la fecha.
Origen del fútbol: la manzana de Adán
Hoy en día este deporte es, sin duda, un fenómeno social y cultural que marca, como muy pocos otros, la vida de los terrícolas. Cierto que los ingleses no inventaron el fútbol, como suele creerse. Algunos sostienen, por el contrario, que fueron los chinos, otros que los aztecas, quienes al parecer lo jugaban utilizando como pelota la cabeza arrancada de sus enemigos muertos. Creo que se habla también de los romanos y de los griegos, en fin, hay decenas de versiones al respecto, incluyendo la mía, conforme a la cual este deporte se remonta al origen de nuestra especie, cuando Adán chutó, antes de comérsela, la manzana que le dio Eva.
Sin embargo, hay que reconocer que ellos, los ingleses, le dieron el formato moderno, a partir de un brevísimo y sencillo compendio de reglas, de allí que hayan obtenido merecidamente, la patente respectiva. Además, a fin de darle cauce al balompié y como si quisieran lavar todos sus pecados imperiales, crearon la FIFA a principios del siglo pasado, una organización más antigua y con más miembros que la ONU.
Como se sabe, el fútbol es el arte de organizar a unos hombres y más recientemente también a las mujeres, a pesar de los insensatos obstáculos puestos por el machismo con el fin de impedirles entrar en la cancha. Ordenarlos, digo, para moverse la mayor parte del partido sin la pelota, aunque esto suene paradójico. El manejo de los espacios, el lanzamiento de balones al vacío, el desmarque y el arrastre de marca y otras tantas expresiones comunes en el léxico de entrenadores y locutores, no hacen sino denotar el hecho de que el fútbol es el arte de ordenar, según distintos modos, el movimiento de los integrantes del equipo sobre un rectángulo engramado de aproximadamente 8.000 metros cuadrados, buscando que toquen la pelota, pero apenas un instante, haciendo que el atractivo del juego resida también en lo que sucede en lugares distintos a donde está el balón.
III. El alma en los pies
No me imagino la vida sin el fútbol. Piso la cancha desde los cuatro años y salvo impedimentos mayores, en particular debido a lesiones sufridas en ella, nunca he dejado de jugar y aún lo sigo haciendo en esta etapa en la que gente que dice quererme me sugiere que ya basta, que cuelgue los botines y que me dedique a caminar si lo que quiero es no echar barriga. No he conseguido explicar que, al igual que Camus, el filósofo francés, “todo lo que dé la vida se le debo al fútbol”.
Tengo el balón cosido a mi vida. Trato de imaginarme sin el fútbol y sólo se me ocurre el vacío. Siento que mi existencia comenzó cuando cumplí siete años, en una pequeña cancha terrosa del Colegio San Ignacio, formando parte del equipo del primer grado “B”, vestido con mi primer uniforme, camiseta verde, pantalón azul y medias creo que blancas, calzando zapatos con tacos, jugando un partido con árbitro, marcando la diferencia con mis caimaneras de antes.
El uso de la razón lo tuve a los diez, cuando me puse la camiseta rojiblanca del Loyola y jugué contra otro colegio, esta vez en un espacio engramado bien delineado con cal, porterías con malla y un referí vestido de negro, administrando el partido con su silbato, conforme a lo dispuesto por el reglamento de la FIFA. Ese sábado ganamos 3 a 0 y me hice adicto al balón.
Gracias al fútbol llevo en la piel, pegadas para siempre, muchas de mis más grandes alegrías. Tengo la cabeza poblada de goles, jugadas bonitas y partidos, entre ellos algunos memorables en los que jugué, memorables, claro, en mi modesta escala personal. Y como en el cuento de Benedetti, más de una vez he soñado que comparto el campo con Pelé, Maradona, Cruyff, Garrincha, Zidane, Landrup, Platini, Di Stéfano, Ronaldinho y un jugador coreano cuyo nombre no recuerdo al despertar (y que, por cierto, casi no me pasa la pelota).
Al mismo tiempo, no cuento con un canon distinto a la belleza para mirar un partido y expresarme de él. Alcanzo a saber, desde luego, que los conjuntos se disponen en la cancha de una determinada manera y que hay mucho del pensamiento militar tras el objetivo de tomar por asalto la portería enemiga. Reconozco, encima, que allí puede haber cierto encanto, como en el ajedrez, pero yo sólo advierto la elegancia y el atrevimiento que despliegan ciertos jugadores, admiro cómo improvisan sus pies, cómo hacen de sus cinturas un chicle, su ingenio en el pase al vacío, o la risa escondida cuando driblan y dejan sentado de culo al contrario.
Mi credo
En fin, soy un feligrés del fútbol. Creo en el balón como objeto sagrado y en su redondez como garantía de imparcialidad. En la cancha como un territorio en donde todos son iguales (aunque, sobre todo en los últimos tiempos, a veces haya algunos más iguales que otros). En el estadio como espacio que reúne a miles de personas de diferentes convicciones, razas, nacionalidades, género, edad, preferencias políticas. En el juego como la dramatización de lo social y como religión, incluso de los ateos.
Por otro lado, creo en Galileo, quien demostró que la Tierra es un planeta con forma de balón (y que tal cosa no es casualidad, sino decisión que viene del más allá). En Arquímedes, quien demostró que el fútbol es el mejor punto de apoyo para mover el mundo. En Newton, quien demostró que el balón bien chutado desafía las leyes de la gravedad. En Einstein, quien demostró que, en un partido de fútbol de noventa minutos, el tiempo se vuelve elástico.
Así mismo, creo en el fútbol como razón de la existencia. Como milagro y como misterio, lleno de contradicciones y de sorpresas. Como alegría, angustia, suspenso, temor, esperanza, desconsuelo, zozobra, llanto, rabia, melancolía, tristeza, miedo. Como la conjugación superior del individualismo y de la solidaridad y como derecho humano fundamental (aunque la ONU no lo tenga en su lista)
En parecido sentido, creo en la camiseta como fetiche, motivo irracional de una causa hermosa. En los hinchas, dueños de los equipos, por encima de sus propietarios. En el olor maravilloso y singular de un estadio lleno. En el cántico de los aficionados y en sus caras pintadas. En la Vinotinto, vaya o no vaya a un Mundial. En el “fair play” como pedagogía civilizatoria. En el silbato del árbitro, en su imparcialidad a pesar de lo que opinen la televisión y el VAR. En la tarjeta roja y en la amarilla como instrumentos de justicia. En el gol como orgasmo superior al orgasmo. En el suicidio como remedio justificado para quien marca un autogol. En la “globalonización” del planeta, como proceso anterior a su globalización. En el fútbol como cosa de vida o muerte (incluso como algo mucho más serio que eso, añadió alguien). En las reglas simples y sabias del fútbol, inclusive en la del offside. En la FIFA a pesar de todo (que es mucho).
El alma en los pies
No sé si quede claro, entonces, estimado lector, que me gusta mucho el fútbol. El cerebro que, según dicen, fija las pautas de la razón me aconseja dejar a un lado el balón. Pero reivindicadas como están hoy en día las emociones por la ciencia, el corazón me dice que no, que yo tengo el alma en los pies.
HARINA DE OTRO COSTAL
(Algoritmos del silencio)
Es este el llamativo y certero título del último reporte anual del Instituto de Prensa y Sociedad (IPYS Venezuela), una organización admirable que desde hace mucho tiempo se ha dedicado a la tarea de vigilar la libertad de expresión en nuestro país. En su última entrega, referido a la censura algorítmica examina los entornos digitales en Venezuela durante 2023, tocando asuntos tales como las restricciones en el acceso a Internet, la manipulación de discurso en las redes sociales, la desinformación estatal, las ciberamenazas, las campañas de desprestigio, así como otros aspectos que fotografían la vulneración de los derechos digitales de los venezolanos.
Imposible exagerar la importancia de este informe en estos tiempos en los que buena parte de la vida humana transcurre en este nuevo espacio de lo público.
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