El partido, el mayoritario del país, condenaba a priori, antes de que el TSJ lo hiciera, a quien hasta entonces había sido uno de sus dirigentes fundamentales, un líder de masas que arrastraba multitudes ahora venido en desgracia. El CEN le quitó la alfombra a Carlos Andrés Pérez. Los jefes del partido lo lanzaron a la hoguera.
Lo que no sabían quienes lo defenestraban es que en esa operación se suicidaban ellos también. En las elecciones presidenciales de 1988, CAP y AD, triunfadores, habían obtenido 4 millones de votos. Pero en las que siguieron a su expulsión, las de 1993, Claudio Fermín, derrotado, pasó a solo 1.300.000 votos, aproximadamente 23% del total. Y en la siguiente, la de 1998, cuando llegó Chávez, AD, sin candidato propio, no llegó siquiera al 10% del total de votos. De partido mayoritario había caído a la condición de pequeña minoría.
Desde el comienzo del proceso judicial era para todos evidente que se había armado una conjura blindada en la que se supone figuraban como operadores Rafael Caldera, enemigo enconado de Pérez; los llamados “notables”, un grupo de intelectuales de brillo, con Arturo Uslar Pietri, víctima de amargo resentimiento contra AD desde los tiempos del golpe a Medina, al frente; Luis Alfaro Ucero, un líder rural de AD, apparatchik de mucho poder y pocas luces, ilusionado con la idea de ser presidente; algunos banqueros nacionalistas que se oponían a la propuesta de apertura de la competencia a la banca internacional; y, por supuesto, la mano negra de quienes aupaban en la oscuridad de los cuarteles a la logia militar que había asestado el sangriento pero fallido golpe de Estado de febrero de 1992.
El resultado del juicio era previsible. Un hombre tan lúcido como justo, el abogado Alberto Arteaga, dio lecciones magistrales de técnica jurídica que hacía pensar por momentos que Pérez podría salir bien librado. Algo imposible. Quedaba claro que la suerte estaba echada. No importa cómo fuese el proceso, cuán lúcida y correcta la defensa, el resultado –¡culpable!– ya estaba decidido porque era un juicio político. La justicia no tenía puesta la venda en los ojos.
Por esos días, como solía hacer cada vez que se vivía una situación difícil, fui a reunirme en el Palacio Federal con el doctor Ramón J. Velásquez, quien en ese momento no podía imaginar que pronto sería nombrado presidente de la República. Le pregunté y me dijo: “Mire, con este juicio comienza el final de la democracia venezolana. O por lo menos entra a terapia intensiva. Cuando el sistema de justicia se pone al servicio de una retaliación política, ya no hay retorno”.
Meses atrás, cuando la asonada militar de febrero de 1992, nos había dicho: “Alguien levantó las tapas del infierno en donde habíamos encerrado los demonios del militarismo. ¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlas a cerrar?”.
Ninguna señal buena aparecía en el futuro. Con los demonios del militarismo sueltos y los jueces convertidos en verdugos políticos, solo faltaba que por primera vez en la historia democrática, iniciada en 1959, un presidente no pudiese concluir su período. Y así ocurrió.
En apenas dos meses de juicio, Pérez fue condenado a 2 años y 4 meses de arresto por malversación agravada de fondos públicos al desviar 17 millones de dólares de partidas secretas para apoyar al gobierno de la presidenta nicaragüense Violeta Chamorro. La farsa jurídica había triunfado.
Pérez salió de Miraflores. Cumplió respetuosamente la condena, primero en el Internado Judicial de El Junquito, luego en casa por cárcel en su residencia en El Hatillo, Caracas. Ramón J. Velásquez tomó el mando para conducir el barco maltrecho de la democracia hasta el puerto seguro de las nuevas presidenciales. En las elecciones de 1993, el bipartidismo llegó a su fin. El sistema de partidos que fundó la democracia se desmoronó como un castillo de naipes.
Rafael Caldera, a la manera de Saturno devorando a sus hijos, el legendario cuadro de Goya, se engulló a Copei de un solo bocado. Regresó a la presidencia en hombros de una suma de grupúsculos de izquierda, gráficamente bautizado como El Chiripero y, como seguramente se había comprometido con “los notables”, las chiripas y José Vicente Rangel, liberó de la cárcel a Hugo Chávez y su clan de golpistas para que regresaran a terminar el proyecto que había quedado a medias en febrero de 1992.
Pérez no huyó del país. Ni intentó dar un golpe de Estado. Cumplió honrosamente la sentencia de cárcel. Fue nombrado senador por el estado Táchira. Volvió al Congreso y dejó un mensaje premonitorio advirtiendo que si el país no reaccionaba a tiempo con Chávez volveríamos a una dictadura.
Pero no pudo evitar que una de las tentaciones venezolanas, la liderofagia –la pulsión de encumbrar a los líderes para luego devorarlos, hacerlos culpable de todo lo malo que nos sucede para liberarnos de la responsabilidad colectiva– le costará la presidencia y su cabeza como dirigente nacional. “Hubiese preferido otra muerte”, dijo. Sonó a epitafio.
Cuando Hugo Chávez entró en la campaña electoral para las elecciones de 1998, la mesa ya estaba servida. Mesoneros, copas, servilletas, entradas, platos fuertes, postres y vinos.
Chávez solo tuvo que sentarse y hacer pasar a sus invitados. Ni siquiera necesitó ordenar. El menú estaba listo. Algunas élites prefieren suicidarse y regalarle el poder al diablo antes que dialogar entre sí.
¿Podrán aprender los líderes del presente de la inmadurez de aquellos políticos del pasado, cuyos conflictos intestinos ayudaron a traer al apocalipsis del que no terminamos de salir?
Artículo publicado en el diario Frontera Viva
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