Hoy el país amaneció muy tranquilo, inmerso en ese ambiente de desolación al que nos tiene acostumbrado un círculo vicioso que ya casi cumple 23 años.
Con sus neveras y estómagos vacíos, muchos de los todavía incautos, optimistas y resignados habitantes de este pedazo de tierra dividida, participaron como zombis en un falso proceso electoral con resultados de antemano cantados. No hubo secretos ni sorpresas.
Los defensores del voto, en medio de un proceso comprobadamente viciado, con o sin observación internacional, siguen alegando que el sufragio es la única herramienta que nos queda a los venezolanos para seguir resistiendo los embates de una dictadura que no ha dejado nada a la improvisación, ni siquiera sus destemplados y procaces discursos.
Algunos de estos mismos señores (ellos saben quiénes son) nos han venido con el cuento de que aún con las precarias y desventajosas condiciones en las que se ha desarrollado el proceso comicial, la ciudadanía no debe mirar hacia atrás y atreverse (¿se acuerdan de Rosales en 2006?), porque “con un cambio tan cerca” esta oportunidad de oro no debe ser desaprovechada.
Que aún en medio de los obstáculos y palos que se puedan recibir, y lo más descarado, que, si bien con estas elecciones no se solucionarán los problemas fundamentales del país, es necesario, en otras palabras, seguir sometiéndonos a la agenda política e intereses del régimen.
No es por nada, pero hay que tener verdadera paciencia. Por ahí salió Henrique Capriles la semana pasada, en su afán de que lo terminen de ver como un “alacrán” más, reiterando su obstinado llamado: “Yo voy a votar convencido de que estoy haciendo una acción que puede sacarnos del estancamiento en el cual hemos entrado producto de que no se lograron los objetivos los últimos años”. Como si las experiencias de 2007 (no a la reforma constitucional) y 2015 (triunfo incuestionable de la oposición en la Asamblea Nacional) hayan servido para el cambio político que todos hemos aspirado.
El mismo Henrique y otros analistas políticos apuestan a que el día después de los comicios regionales y municipales, debe comenzar “un proceso de reorganización o de relanzamiento de las fuerzas democráticas”. En eso estaríamos todos de acuerdo, por supuesto.
Sin embargo, mucha gente, después de la oprobiosa derrota de ayer, se preguntará con atinada razón: primero, ¿con qué ganas se sienta uno en esa silla?; segundo, si no fue posible ponerse de acuerdo y unificar candidaturas opositoras ante la tan nefasta decisión de participar en la farsa electoral del régimen, ¿cómo se logrará la unificación de las fuerzas democráticas en tiempos de tregua poselectoral? Más concretamente, ¿en torno a qué estrategias y metas ha de gravitar la necesaria unificación de las filas opositoras? ¿Se seguirá la misma ruta apaciguadora electoral en medio de condiciones que solo favorecen al régimen? O ¿será necesario acudir a una aproximación aún más radical a la que hasta ahora ha aplicado el cuestionado interinato de Juan Guaidó?
Las posibles respuestas a estas y otras preguntas solo pueden desprenderse de un acertado y sincero diagnóstico sobre el escenario político venezolano después del teatro electoral del 21N.
Lo primero que hay que decir, aunque sea duro reconocerlo, es que quien salió más fortalecido de toda esta trampa política fue el régimen de Nicolás Maduro. Desde el mismo momento en que el grueso de la oposición, pero sobre todo la facción representada por el frágil liderazgo del presidente interino (G-4), aceptó participar en las elecciones regionales, así como en la infructuosa pantomima de las “negociaciones de México”, una nueva válvula de oxígeno se abría al gobierno de facto tan necesitado del más mínimo reconocimiento internacional.
Para el régimen, la pretensión de lavarse el rostro frente a la comunidad internacional y sus huestes nacionales a través de una bien diseñada ruta electoral que comenzó con las elecciones parlamentarias de diciembre de 2020 y que culminó este 21 de noviembre, significó siempre una de sus más altas prioridades. Independientemente del contenido del informe (lo más seguro reprochable) que la misión de observación electoral de la Unión Europea habrá de dar a conocer próximamente su sola presencia en Venezuela sirvió a los propósitos del régimen.
Si bien es cierto que la visita reciente del fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, y su decisión de abrir una investigación formal por crímenes de lesa humanidad, significó un sorprendente revés para el régimen madurista, el proceso y resultados de las elecciones de este domingo le dan un nuevo impulso a su ímpetu despótico, y lo colocan en una posición de mayor fortaleza en el supuesto casi negado de que alguna utilidad encuentren a una nueva ronda de negociaciones con factores de la sobradamente debilitada oposición.
La pregunta que surge entonces: ¿es realmente necesario para el régimen volver a reunirse en México con su contraparte opositora? A estas alturas es fácil adivinar que parte de las motivaciones claves que llevaron a Nicolás Maduro a seguir las recomendaciones del gobierno de Noruega, no fue otra que mostrar su mejor rostro conciliador y democrático ante el mundo con el ojo puesto en las elecciones del 21N. Los acontecimientos posteriores revelaron que tal vez la otra verdadera razón de su participación en el quebrantado proceso de diálogo escondía la maquiavélica carta de Jorge Rodríguez de evitar a toda costa la extradición del máximo testaferro del régimen, Alex Saab.
Este es el escenario más que básico al cual tendrá que enfrentarse una oposición perdida en los laberintos de la trama y agenda política madurista.
El día después de esta última farsa electoral nos muestra a un régimen alardeando de su renovada fortaleza y convencido de que el país se enrumba hacia una nueva normalidad, paradójicamente alimentada por la dolarización transaccional de su economía.
La oposición dispersa y dividida debe aprender de una vez por todas la lección de no seguir cohonestando a un régimen a través de su participación en procesos electorales amañados. Debe aprender sobre todo que los autoritarismos del siglo XXI no han de abandonar el poder por la vía de elecciones libres, justas y verificables, a menos –y eso todavía estaría por experimentarse– que haya una amenaza real que los obligue a ceder en circunstancias críticas.
Javierjdiazaguilera61@gmail.com