Hace poco garabateé unas líneas que llevaban un título parecido al de hoy. Aquellas eran “La lengua como destino” y jugaban con la impresión de que nuestro declive había comenzado con el abandono de la lengua, al habernos dejado conquistar por el imperio de los lugares comunes, las muletillas y, sobre todo, el domicilio en la vulgaridad y la grosería como envilecimiento del idioma. Nuestra deficiencia sobrevenida parece un acertijo planteado por el filósofo del lenguaje, Ludwig Wittgenstein. Su libro más famoso es el Tractatus logico-philosophicus, publicado en 1921, a partir de los apuntes que toma de la correspondencia que sigue con Bertrand Russell y con John Maynard Keynes en la que deja planteada la relación entre el lenguaje y el mundo, entre las proposiciones y la lógica, y la lógica de los hechos. Wittgenstein anota muchas cosas, algunas más abstrusas que otras, a veces contradiciéndose a sí mismo en su solicitud de claridad, pero las referidas a la conexión entre el lenguaje y el mundo son especialmente diáfanas: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.” (…) “Que el mundo es mi mundo, se muestra en que los límites del lenguaje (el lenguaje que yo sólo entiendo) significan los límites de mi mundo.” (…) “La totalidad de los pensamientos verdaderos es una figura del mundo.” (…) “El pensamiento contiene la posibilidad del estado de cosas que piensa. Lo que es pensable también es posible.” (…) “La mayor parte de las cuestiones y proposiciones de los filósofos proceden de que no comprendemos la lógica de nuestro lenguaje.”. En síntesis, no quería sino conectar los problemas de la filosofía con una crítica del lenguaje en tanto que los problemas del mundo eran finalmente un asunto lingüístico mal planteado.
Wittgenstein nos sirve como guía del problema del abandono de nuestra lengua y la entrada en una orfandad comunicativa que altera nuestras destrezas idiomáticas para encarar las circunstancias que nos rodean. El dominio del lenguaje es el dominio de la realidad. La dejadez a la que nos hemos entregado termina afectando la capacidad neuronal al punto de que el único rigor filosófico que nos va quedando como memoria grupal, es la frase de un mediocre personaje de una glorificada telenovela que fijó el reto de un porvenir reactivo: “como vaya viniendo, vamos viendo”. ¿Se han fijado ustedes que el término más socorrido para traficar con nuestros males nacionales es la palabra crisis? Un término ya completamente despojado de significación. De allí que cuando se escucha a un político esgrimirla con satisfacción y carestía (porque no sabe decir otra cosa), nos permite decidir que no hay que hacerle caso nunca más. Claro, que a fuerza de eliminarlos de la lista nos vamos quedando más huérfanos y a merced de que todo desmejore. La situación de nuestra lengua es muy preocupante y viene siendo empeorada por multitud de factores. Me sorprende en mis clases que muchos alumnos no tengan claro el trato que deben intercambiar con los profesores. De una lo tutean a uno, yo de inmediato corrijo la anomalía, pero reparo en el hecho de que algunos no saben lo que es tutear, desconocen su significado y consecuencia, ni caen en cuenta del tipo adecuado de conjugación verbal. Más allá del falso igualitarismo que se ha impuesto en los últimos años, se ha desplomado parte de la urdimbre verbal que sostiene la estructuración comunicativa. A muchos de esos alumnos les cuesta reprogramarse dentro de la conjugación que exige el usted.
En las redes sociales se fraguan otros problemas contra la lengua. Un sector de venezolanos publica en Instagram en inglés. Esta red es un himno a la felicidad integral. A las personas que dicen tener problemas les propongo residir allí por un tiempo, para que festejen verse entre platillos, fotos de grupos felices, grandes brindis, embarcaciones, recomendaciones viajeras, establecimientos con estrellas Michelin, pistas de esquí, niños prodigio con una personalidad prometedora, y modelos que saltan desde Cap Cana hasta las islas Fidji con una facilidad que resiste toda pandemia. Aquí la lingua franca es el inglés; la gente se felicita y se dice bellísima en ese idioma, siempre con frases brevísimas, despojadas de todo contenido gracias a su entrega a los emojis. El mundo corporativo está rendido a la sumisión angloparlante. En estos días recibí una propuesta de asesoría comunicacional para una organización a cuya junta directiva pertenezco, y me bombardearon con una escalada de landing pages, targets, unique product truths, core insights, briefs. Todos estos conceptos tienen una correspondencia en español. Respondí que no entendía por qué los conceptos se manejaban en ese idioma para otorgarle una supuesta innovación y resonancia que impactara en el destinatario. Porque eso significa reducir el mundo a una cadena de consumo en el que los términos son un fin en sí mismo y que nunca se entenderá nuestra particularidad ni personalidad. Cuesta creer el desprecio por nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra complexión civilizatoria. La asunción de una minusvalía como pueblos, revela probablemente una inmensa alienación, o el triunfo definitivo del “planeta americano” como lo llamó el escritor español Vicente Verdú sobre la base de que el mundo tenga que acoplarse a la americanización, y que la globalización es un modo de reproducción del estilo de vida de los Estados Unidos. Esa filosofía negadora nos ha traído además de contrabando también la posible implosión del sistema por el integrismo identitario, que parcela el mundo en los clubes de género, raza, e identidad sexual y que conforma otro de los ataques ya hacia toda lengua a través del lenguaje inclusivo y su corrección ad nauseam sin mencionar la exigencia de los privilegios políticos que están en juego. Como liberal, soy un defensor acérrimo de la libertad y veo con espanto el cuotismo paritario, el feminismo discriminador, la criminalización a priori de la condición masculina, y la concesión exclusivista de privilegios especiales por el modo en que una persona se horizontaliza o verticaliza sexualmente. El único orgullo debe ser el de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Si el lenguaje inclusivo se mezcla con la neolengua totalitaria, el componente es una bomba de tiempo. Nuestra lengua no evolucionará dentro de los parámetros de su organicidad vital sino acoplada a los dictámenes de los déspotas del igualitarismo, que tienen un plan de programación neurolingüística para cada uno de nosotros.
En otro flanco desde el que se apunta a la desaparición de la lengua, de su riqueza expresiva, de su elevación creativa, están los perversos emojis, emoticones y las etiquetas (como quiera que esto no se entenderá, lo traduciré a nuestra lengua tributada: stickers). Muchos son sugerentes, divertidos, pícaros, audaces, pero están socavando la comunicación, banalizándola, subrogándola en una imaginería colectiva virtual que sustituye la afirmación o la posibilidad del pensamiento, para volver a Wittgenstein. Las redes están infestadas con esas proposiciones liliputienses que nos secuestran el juicio, que nos trasladan a una homogeneidad sin voluntad, en la que todos parecen muy bienhumorados y exultantes por los redondeles animados que se mueren de la risa, pero que nos remite a un menú de opciones desarrollado para decidir por nosotros en un lenguaje de símbolos prefabricados y superficiales.
Los defensores de nuestra lengua tendrían que ser la familia, la escuela, la lectura, la literatura, las universidades y las academias, en un permanente proceso educativo. Quien mantiene una devoción por la literatura está más que inoculado ante el peligro de que le confisquen su lengua. El destino del habla reside en esa salvaguarda acordada con lo mejor de nuestra expresión lingüística que es la literatura. La literatura desapareció de las escuelas y quedan unas guías fragmentarias con preguntas y respuestas que premian la debilidad mental. Recientemente, las escuelas de letras, filosofía o educación no han contado con suficientes inscritos. Estas disciplinas del conocimiento, custodias de la civilización, quedarán relegadas en este nuevo mundo ágrafo de instagramers, influencers y youtubers. En las universidades en general no se lee literatura. Cuesta creer que un universitario venezolano, al que toma por objeto un macdonalizada pandilla didáctica de estructuralistas, llegue al universo laboral (porque ahora a los cuatro años debe graduarse) sin haber habitado en una sola línea de Díaz Rodríguez, Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Ramos Sucre, Picón Salas, Uslar Pietri, Vicente Gerbasi o Guillermo Meneses. Carecemos de la inmunidad del rebaño para resguardar y honrar nuestra lengua. Seguimos viviendo de un fiado cultural ajeno. Hasta que hablen definitivamente por nosotros y nos dejen mudos y silentes, y sin una sola palabra que recordar.
@kkrispin