“When you start seeing your worth, you´ll find it harder to stay around people who don’t” (Anónimo)
Amanece y alguien se asoma a la puerta de una casa. La calle, silenciosa, espera. Sale afuera. Las avenidas vacías en la lejanía prometen un espacio de soledad expandida. El largo itinerario al trabajo apenas es interrumpido por las miradas de varios ojos rojos que observan al hombre. Trac, trac, trac suenan en el asfalto los pasos del caminante. Dentro de la niebla de la mañana el solitario se dirige a la oficina. Solo. Finalmente llega a su destino. Abre la puerta, enciende la luz del vestíbulo y entra. Sube las persianas de la primera planta. Desde una ventana contempla la calle oscura. Nadie. No ve a ningún transeúnte a esas horas. El timbre del teléfono no suena. Disciplinado y aburrido, el reloj de pared de la entrada sigue con el recorrido mecánico en el interior de su esfera. Al parecer hoy las agujas tampoco tienen prisa ni el tiempo vuela. A solas, el individuo abre una novela y lee. Mientras tanto, tic tac tic tac tic tac tic lentos los segundos pasan a convertirse en minutos hasta que la L invertida del reloj anuncia las 9. La vida late en la calle. Ruidos, luces, coches y voces de la gente parecen acompañar a la oficina al primer cliente. Buenos días, saluda el hombre al recién llegado. Le atiende Ernesto, dígame, ¿en qué puedo ayudarle?…
Al rato, el triste oficinista se queda solo. Vuelve a su libro. Lee unas líneas hasta descubrir un párrafo epifánico en el Viaje al fin de la noche que vuelve a leer, esta vez en voz alta. Continuar leyendo sin sentir la soledad o apartar la vista de la letra escrita y mirar al frente es el dilema recurrente del hombre desterrado. Aún hoy nuestro protagonista se pregunta a sí mismo qué puede pasar en la cabeza, el corazón o las tripas del sujeto cobarde e indecente que querría verle desfallecer derrotado, hundido y solo.