Siguiendo el manual de uso del perfecto populista, Evo Morales ha incrementado su victimismo de forma proporcional a su pérdida de influencia. Como otros líderes bolivarianos o progresistas latinoamericanos, bien asesorados por Baltasar Garzón, apunta a la teoría del lawfare (guerra judicial) frente a una “conspiración” en su contra. Sin embargo, en este terreno tan resbaladizo el equilibrio no es sencillo, de modo que el expresidente ha terminado desbarrando. Incluso, quizá influido por la proximidad de las elecciones estadounidenses, ha adoptado un sesgo trumpiano, tan dado a las fake news y a redibujar la realidad en función de sus intereses.
¿Cómo calificar, entonces, su intento de vincular a dos personajes tan contradictorios, como el presidente boliviano Luis Arce y el argentino Javier Milei, artífices de dicha conspiración? En un reciente post, Morales habló de un «Plan Cóndor del Lawfare», aludiendo a los procesos judiciales abiertos en Argentina y Bolivia, que lo acusan de abuso sexual, estupro y trata de personas. En Buenos Aires se apunta a sus presuntas relaciones con adolescentes durante su exilio (diciembre de 2019 a noviembre de 2020).
Su tweet no deja lugar a dudas, tanto sobre sus intenciones como sobre su antisemitismo: “Es evidente la coordinación entre el gobierno de Luis Arce y el gobierno sionista de Javier Milei”. Incluso va más allá y desgrana casi todos los cargos recibidos: “Desde que soy dirigente me han acusado de terrorista, narcotraficante o asesino. Inventan procesos con fines políticos. Al final, todas esas mentiras caen porque la verdad prevalece”. Pero, se cuida mucho de no incluir en esta lista el estupro y el abuso de menores. Como los poderes ocultos que luchan por dominar a los pueblos y a sus grandes dirigentes no descansan, concluye: “No se contentan con intentar eliminarme políticamente, mediáticamente o judicialmente. Ahora lo intentan con mentiras y con balas. El pueblo se da cuenta”.
Este intento de descargarse de responsabilidades pasadas se inserta en la abierta guerra fratricida entre los dos sectores enfrentados del gobernante Movimiento al Socialismo (MAS). Por un lado, el MAS de Morales y, por el otro, el del presidente Arce y el vicepresidente David Choquehuanca. Morales, en abierta oposición, intenta descalificar al gobierno presentándolo como inepto y una cueva de narcotraficantes y ladrones. En realidad, está en juego la candidatura para las elecciones presidenciales de 2025.
Los intentos de Morales de convocar unas primarias para seleccionar al candidato fracasaron por la frontal negativa de Arce, sabedor de que entre los militantes del MAS el apoyo al expresidente es mayoritario. Cerrada esta vía, Morales pretendía sortear la prohibición judicial, basada en la inconstitucionalidad de la reelección indefinida, mediante la presión popular y la intervención de fuerzas políticas internacionales, como el Grupo de Puebla y el Foro de São Paulo. Pero, la acusación de estupro es una losa muy grande y más complicada de remover.
De ahí la fuerte movilización popular que encabeza desde su refugio en el Chapare, el núcleo del sindicato cocalero que dirige, que ha dirigido incluso cuando era presidente. Su postura es reforzada por un bloqueo de carreteras, que desde el 14 de octubre comprome el abastecimiento de ciudades importantes, como Santa Cruz, Cochabamba y La Paz, aunque el cansancio ya ha comenzado a pasar factura a la militancia.
En solo 21 días, las pérdidas acumuladas suman más de 2.100 millones de dólares, casi 4,5% del PIB. La medida de fuerza se ha incrementado con la ocupación de un cuartel, el sitio de otros y, finalmente, una huelga de hambre liderada por Morales. Las reivindicaciones de los movilizados son permitir la candidatura del expresidente, levantar las acusaciones judiciales en su contra, limitar el mandato de Arce y acabar con la represión contra los cocaleros. Si bien ambas partes dicen aceptar el diálogo para solucionar el conflicto, ninguna está dispuesta a dar ningún paso para reducir la tensión y menos si esto implica silenciar sus reivindicaciones. Finalmente, el gobierno ha rechazado cualquier diálogo con Morales mientras continúen el bloqueo y otras formas de coacción.
Más allá de las abundantes deficiencias y limitaciones de Arce, Morales quiere volver a ser presidente a cualquier precio. Su vocación de perdurar ad infinitum supera cualquier premisa democrática. Da igual lo que diga la Constitución, obra suya por cierto, da igual lo que opine la justicia o el pueblo que habló en un referéndum. Nada debe interponerse en su camino al poder, ni antes ni ahora. Entonces, ¿cómo creerle cuando en 2019, tras perder las elecciones, denunció un golpe de estado contra suyo?
Algunas encuestas recientes muestran su pérdida de popularidad. Un sondeo de Diagnosis, de septiembre pasado, le da 12% de intención de voto, a 13% su candidatura le resulta indiferente y 65% considera poco o nada probable votarlo. Otra encuesta de octubre, de la misma empresa, apunta que la opinión negativa pasó de 48% a 57% en un mes. Finalmente, 66% cree que no debería ser candidato y solo 6% respalda su candidatura.
Fuera del Chapare, el municipio de Cochabamba donde ha establecido su cuartel general y se ha refugiado ante la persecución policial y del gobierno, su credibilidad es menguante. Pero eso no cuenta, no es un obstáculo para su megalomanía. Sus referentes y sus puntos de comparación siguen siendo nada menos que Fidel Castro, Ernesto Guevara y Hugo Chávez. Sin embargo, ha entrado en una deriva de la que le será cada vez más complicado salir. Como se dijo una vez sobre Isabel Perón: “De todos lados se vuelve menos del ridículo”.
Artículo publicado en el Periódico de España