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El desprecio de la historia propia

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El 5 de julio, se celebró en Caracas un desfile militar para conmemorar 111 años de la sesión durante la cual el Congreso General de Venezuela declaró “solemnemente” la independencia de la monarquía española. Para sorpresa de muchos, no estuvo presidido por el comandante en jefe de la fuerza armada, sino por un muñeco inflable conocido como “el Superbigote”, que llevaba su representación. No fue la única muestra de trivialidad de la celebración: dos días antes en el Panteón Nacional ante la tumba del Padre de la Patria fueron ascendidos 162 oficiales a los grados de generales y almirantes.

Se impone una precisión histórica. En verdad, ambos actos están más relacionados con el recuerdo de la batalla de Carabobo (24 de Junio de 1821) que con el de la declaración de la independencia (5 de Julio de 1811). En efecto, se trata de eventos militares que, de alguna manera, pueden remontarse al primero de los hechos mencionados. Aunque en las últimas décadas forman parte del programa de la efeméride, no pueden constituir el centro del mismo, porque el hecho histórico ocurrido en la fecha fue esencialmente civil: la manifestación de voluntad de los representantes del pueblo de asumir la soberanía nacional y crear un estado independiente. Lo sabían sus protagonistas y lo entendieron siempre, hasta ahora, sus herederos. Por eso, en tal ocasión, se mostraba al país el documento original o acta en que consta la declaración señalada y se realizaba una sesión del Congreso Nacional con especial solemnidad.

La existencia de un ejército nacional fue consecuencia de la voluntad popular de ejercer la soberanía. Su creación respondió a la necesidad de defender la Independencia, como para asegurar su integridad y la estabilidad institucional. En pocas palabras, para garantizar la efectividad de aquella decisión. La República fue resultado de cierta convivencia humana sobre un determinado territorio durante el transcurso de varios siglos. No nació de uno o varios hechos de armas. Curiosamente, entidades surgidas de esa forma no han perdurado (y pueden citarse no pocos ejemplos, aún en épocas recientes). Por tanto, debió mantenerse el carácter de la conmemoración, lo que, por supuesto, no excluye la inserción de algún evento militar (o de otro tipo, como religioso o académico) a través del cual los integrantes de algún sector rindan homenaje a la República. Pero, por el contrario, no tiene fundamento histórico ni político y por tanto aparece como injustificado.

En tiempos de grave crisis, cuando se discuten los fundamentos políticos y sociales, resulta indispensable recordar y enseñar la historia, la real, no la imaginaria inventada para sustentar ambiciones de poder. Para 1810 ya se había formado la nación. En los 312 años anteriores se había establecido una población nueva, diferente de aquellas en las que encontraba sus orígenes, que dominaba por su acción un  determinado territorio (la Tierra Firme y su prolongación hacia el interior); y cuyos integrantes compartían características y, especialmente, una cierta idea de su destino y, por tanto, de sus aspiraciones y organización. Venezuela, como otras sociedades americanas, “había llegado a la edad viril de las naciones” (en la expresión del obispo Lasso, quien se convirtió en prócer republicano de papel importante cuando comprobó la magnitud de la transformación ocurrida). La nación, pues, es fruto de una historia larga, cuyo protagonista principal fue el pueblo innominado.

La Independencia fue un proceso complejo, difícil y costoso. De ruptura de los lazos coloniales para establecer entidades independientes, pronto pasó a revolución transformadora de la sociedad. Pocos pensaron que daría origen a una guerra larga y terrible. El “viejo régimen” estaba en crisis y España parecía carecer del ánimo necesario para mantener sus amplios dominios, sin el acuerdo de los grupos dominantes en ellos. Pero, las circunstancias internacionales le permitieron por un tiempo impedir por la fuerza la separación. Y todas esas contradicciones determinaron que la iniciativa derivara en un enfrentamiento bélico, de distintas alternativas, que se prolongó por más de una década y que tuvo en consecuencia un altísimo costo en vidas y en bienes materiales. Lo reconoció – y lamentó – expresamente Simón Bolívar, quien en el momento definitivo de la contienda impulsó las medidas que parecían indispensables para evitar los daños innecesarios (antecedente del moderno derecho internacional humanitario).

La Guerra de Independencia no fue un desfile militar, de armas relucientes y vistosos uniformes. En la mayoría de los casos las tropas apenas tenían con qué vestirse. Sólo al final, gracias al empeño de Bolívar y Santander, los ejércitos de Colombia mostraron una imagen mejor que la de una montonera. El triunfo requirió coraje y constancia. Y también visión de historia para fijar estrategias claras frente al enemigo que pretendía conservar dominios que creía adquiridos legítimamente y frente a dirigentes del mismo bando a quienes sólo interesaba sustituir los titulares del poder, sin atender a la organización política y social. Liberar, transformar, organizar. Incluso, derrotado el ejército real se intentó poner en ejecución  la idea de la unidad americana (evitada durante la colonia), cara a los precursores, madurada durante los combates. Hubiera permitido la incorporación decisoria de la antigua América Hispana a la comunidad de los Estados libres.

La Independencia se obtuvo a un costo alto que comprometió el futuro del país, al menos por un tiempo. Causó muerte y destrucción. Bolívar lo reconoció en frase amarga: fue lo único que se logró “a costa de lo demás”. Se estima que se perdió entonces entre un tercio y la mitad de la población. Murieron algunos de los hombres mejor preparados de su tiempo (como Juan Germán Roscio o Manuel Palacio Fajardo), lo que ocurrió también en la Nueva Granada (Francisco José de Caldas o Camilo Torres), especialmente durante la época del terror. Ciudades prósperas, como Caracas (que había sorprendido a Humboldt), Valencia, Cumaná y Barinas quedaron en escombros. Se afectó la producción agropecuaria, base de  la riqueza de algunas regiones (en las haciendas de Aragua, las misiones de Guayana, los hatos de Barinas y Apure). Desaparecieron instituciones o iniciativas que cumplían actividades del estado y la sociedad.

La Independencia americana fue, pues, un proceso serio, de trascendencia. Y como tal debe ser explicado a niños y jóvenes. No se le puede banalizar, es decir convertirlo en acto trivial (no más de lo ordinario y común) que carece de novedad y significación, sin proyección al futuro. Tuvo carácter fundacional y sus actores dieron muestras de heroísmo. Ahora – también antes – algunos han intentado disminuir su importancia histórica, para presentarlo al nivel de las realizaciones del momento, de escaso o ningún valor. Guzmán Blanco, Gómez y Chávez pretendieron figurar al lado de El Libertador, aunque ninguno (¡y de lejos!) tuvo su estatura. En realidad, para sus seguidores Bolívar es un pretexto: el ilustrado era “el modernizador”,  el andino “el hombre que pagó la deuda” y el llanero “el comandante eterno”. Los actos ocurridos en estos días, mencionados atrás, parecen dirigidos a restar grandeza a aquel proceso y quitar méritos a sus protagonistas.

El 2 de julio pasado fueron ascendidos a generales o almirantes 162 oficiales (657 en los últimos 4 años). La “revolución bolivariana” ha requerido más generales (varios miles) que la guerra de independencia (1810-1825). Durante la magna contienda sólo 11 venezolanos consiguieron el más alto grado (Miranda, Bolívar, Mariño, Ribas, Brión, Arismendi, Piar, Bermudez, Páez, Urdaneta y Sucre). Por otro lado, Boyacá, Carabobo, Pichincha y Ayacucho no fueron simulacros de batallas. Más bien, la culminación de los esfuerzos humanos y materiales para asegurar la independencia. No pueden compararse con los combates verbales que se emprenden contra presuntos enemigos de la patria (y que si pueden confiarse a muñecos de viento o a imágenes virtuales). A veces se intenta: el 20 de junio de 2019 Nicolás Maduro, en el Panteón Nacional, dijo sentir “la fuerza sagrada del Libertador” que le transmitía su espada para “las nuevas batallas que vienen”.

El asunto no es para reírse, como si fuera un chiste (aunque de mal gusto). Obliga a la protesta por el agravio hecho a la República y sus fundadores. Reclama explicación de parte de quienes con su silencio parecen aprobarlo. Y exige oportuna rectificación. Venezuela no es obra de fantoches, que los hubo en nuestra historia, ni de caudillos fantasiosos que impidieron el avance progresivo. Es resultado de esfuerzos colectivos e inmensos sacrificios. Eso molesta a quienes ahora se declaran causahabientes de la epopeya. Porque frente a las masas empobrecidas sólo pueden exhibir el disfrute personal del ejercicio del poder.

* Profesor Titular de la Universidad de los Andes (Venezuela)

 

@JesusRondonN

 

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