No hay una razón real por la cual yo tenga el coraje de escribir y cuando digo que no la hay no es porque no exista sino porque yo mismo no la conozco.
Tampoco menciono coraje como un signo inequívoco de arrogancia sino por el real entendimiento de saber que en estos momentos todos los venezolanos continuamos habitando el día a día solo por coraje; todo el país habita en él sin importar en qué lugar del mundo te encuentres, somos una especie de nueva raza judía en pleno siglo XXI, una suerte de saharauis del nuevo siglo, unos parias suramericanos.
Vivimos y padecemos en primera persona los caminos que transitaron nuestros abuelos y familiares que sufrieron el exilio y el éxodo producto de la Segunda Guerra Mundial como los italianos y portugueses o los estragos de una guerra civil como los españoles.
Muchos transitamos de regreso la ruta que nos marcaron tantos que fueron expulsados por las guerras y enfrentamientos en sus países.
Somos ahora los que repoblamos y caminamos la ruta suramericana que hicieron tantos peruanos que huyeron de la guerra provocada por el grupo terrorista Sendero Luminoso, que llenó de violencia las calles del país andino; o los chilenos que fueron expulsados por el ahora honrado y justificado asesino Augusto Pinochet, quien ordenó a través del Plan Cóndor las peores torturas contra civiles inocentes. Algunos testimonios relatan el uso de ratas introducidas en las partes íntimas de las mujeres, actos avalados y justificados por el criminal chileno.
Nos hemos convertido en ese colombiano que cruzó la frontera aterrorizado en las décadas de los setenta y ochenta, que tuvo que huir de una guerra civil producto de una violencia guerrillera y paramilitar que provocó el éxodo de familias enteras, obligadas a abandonarlo todo de la noche a la mañana.
La violencia de las guerras y enfrentamientos internos eran para los de mi generación unos casos aislados, como por ejemplo la masacre de El Amparo o la de Yumare.
Una noticia lejana que solo quedaría en eso: una noticia.
Vivimos una juventud donde la única preocupación era escoger a qué playa iríamos el fin de semana o qué artista internacional iba a presentar Amador Bendayán en Sábado Sensacional.
Fuimos una sociedad hipnotizada por intereses económicos que basaban todo el criterio en el “ta’ barato, dame dos”, mientras en el continente nuestros vecinos se enfrentaban a la fuerza de la represión de las botas militares, como la de Videla en la Argentina de los bebés robados y las noches de los lápices; donde perseguían, secuestraban, violaban y asesinaban a todo el que pensara diferente.
El siglo XX fue para casi todo el continente un ejemplo de lo que podía llegar a ocurrir en la Venezuela saudita, que le abrió las puertas a todos los que allí quisieron llegar pero que nunca entendió que había una clase social viviendo en el submundo. Bastaba mirar a los vecinos para entender que en algún momento nos tocaría.
Se compró la “Revolución” cubana como el éxito de la utopía del sur justo frente a las narices del imperio norteamericano, nos enseñaron a cantar a Silvio Rodríguez y a Pablo Milanés; nos llenamos la boca alabando el sistema educativo, de alfabetización y de salud de la isla, cuando la realidad nos daría una bofetada justo en nuestra casa.
Aplaudimos cada capítulo de Por estas calles y gozamos cada parodia de La rochela, sobre todo la de los ex presidentes.
Algunas voces, como la de Renny Ottolina, iban advirtiendo desde la década de los setenta la necesidad de formar ciudadanos y no pueblo; Arturo Uslar Pietri nos señalaba la importancia de sembrar el petróleo, recomendación que no dudamos en banalizar; también nos daba sueño o una pesadez horrible leer a Carlos Rangel, solo por citar a algunos pocos que ya presagiaban lo que ocurriría en Venezuela.
La clase política que gobernaba o hacía oposición asumía que la población tenía la madurez política para entender su rol, mientras que la sociedad civil prefirió resguardarse en la comodidad de la crítica destructiva y pocas veces ejerció su papel de contralor ciudadano, llegando incluso a elegir por votos a dos ex presidentes, uno acusado de corrupción y otro de una “pacificación” de la guerrilla mediante el uso de la fuerza del Estado.
Ambos grupos se dieron libre patente de corso, parece que aceptaron de mutuo acuerdo aquella miserable frase de un ex guerrillero convertido en periodista y ministro del presidente pacificador: “Estamos mal pero vamos bien”, cuando la realidad era que estábamos mal e íbamos peor…
Venezuela alejada de la realidad continental se acomodaba en la banalidad de las frases, era más fácil eso que analizar o prever lo que podía y en efecto ocurrió.
Tan solo era mirar a nuestros vecinos, entender lo que ocurría y escuchar las voces de los habitantes de un país tan pobre que lo único que tenía era petróleo. El excremento del diablo, como lo llamó Uslar Pietri, terminó embarrando de un espejismo irreal a todo un país.
Navegábamos en la opulencia mientras Brasil vivía una dictadura militar de diferentes caudillos que duró 21 años y que tuvo una crueldad que solo conoceríamos luego de que asumiera el poder el militar golpista que se convertiría, incluso después de muerto, en el último caudillo venezolano.
Mientras todos los países suramericanos vivían sus años de oprobio y terror, Venezuela se olvidaba de mirar hacia adentro y se alejaba cada vez más de los problemas sociales que estaban allí esperando ser capitalizados por cualquier grupo de trasnochados sociales Estos alcanzaron el clímax con esa miserable frase “Por ahora”, para luego avanzar como un mal presagio de lo que vendría con aquella de “Chiripas al chiripero”.
Lo demás no es ni siquiera historia, es presente. Quién sabe hasta cuándo. Por lo pronto, la última frase utilizada de eslogan de marketing político se va desgastando y va mutando del vamos al íbamos bien.
Twitter: @andresvzla1975
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