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El desafío de los estados y los municipios

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La República de Venezuela nació de sus municipios y provincias el 5 de julio de 1811 con el nombre de “Confederación de Estados de Venezuela”, es decir la unión en las provincias de Barcelona, Barinas, Caracas, Cumaná, Margarita, Mérida y Trujillo. Luego fue cambiado el nombre por “Estado de Venezuela” aprobada en 1830 por los representantes las provincias de Apure, Barcelona, Barquisimeto, Barinas, Carabobo, Caracas, Coro, Cumaná, Margarita, Mérida, Guayana y Maracaibo (que incluía las secciones Zulia y Trujillo).

Más tarde, en 1864 toma el nombre de “Estados Unidos de Venezuela” y su artículo primero dice textualmente: “Las provincias de Apure, Aragua, Barcelona, Barinas, Barquisimeto, Carabobo, Caracas, Cojedes, Coro, Cumaná, Guárico, Guayana, Maracaibo, Maturín, Mérida, Margarita, Portuguesa, Táchira, Trujillo y Yaracuy, se declaran estados independientes y se unen para formar una nación libre y soberana, con el nombre de “Estados Unidos de Venezuela”.

A partir de 1853 se cambia a “República de Venezuela” y de 1999 a “República Bolivariana de Venezuela”, pero en todas se mantiene el carácter de Estado Federal descentralizado.

A su vez las provincias surgen desde la época colonial, al igual que los municipios, pero estos -sus cabildos o ayuntamientos-  fueron los protagonistas principales del movimiento juntista de 1810, que condujo a la independencia en 1811 y a la creación de la República. De tal manera que nuestro país tiene en su ADN el carácter federal, con autonomía de sus estados y municipios.

El centralismo es una grave y costosa desviación de la naturaleza político-territorial de nuestra república, justificado por la necesidad de la unidad de mando en los 12 años de la guerra de independencia (1811-1823), injustificado luego, pero impuesto por la casta militar nacida en los campos de batalla, y por los caudillos mayores y menores que aún mantienen el poder por la fuerza.

El centralismo en Venezuela es el fruto del estatismo, el presidencialismo, el caudillismo y la concentración necesaria para el disfrute del poder. No es la estrategia de la unidad de mando para administrar el desarrollo armonioso el territorio, no, es la persistencia de una cultura perversa que el que gane el poder, sea como sea, lo gana todo y pone a su servicio las instituciones.

De este vicio no escapan ni las estructuras centrales, ni las provinciales o locales, ni siquiera la de los partidos políticos llamados democráticos, cada quien con su caudillo o caudillito dispuestos a sacrificarse por sacarse la lotería de ganarse una elección, aunque sea de un invento de estos que llaman consejos comunales.

El experimento democrático que se extendió entre 1958 y 1999 fue un respiro, pero somos testigos de cómo los principales partidos políticos, y muchas otras organizaciones públicas y privadas, sabotearon por todos los medios la reforma del Estado, que daría más poder a los ciudadanos, a la sociedad civil, a provincias y municipios. Somos aún una federación de pequeñas o grandes tribus, cada una con su cacique mandando eternamente, con las milagrosas excepciones.

El desafío de todos, estados y municipios, organizaciones públicas y privadas, sindicalistas y empresarios, partidos políticos y universitarios, de todos los venezolanos, es hacernos cargo de nuestro destino. Ya se lo escribía Mariano Picón Salas a Mario Briceño Iragorry en 1939, cuando se creía que la muerte de Gómez era la muerte de la autocracia en Venezuela. “Crear y fomentar una conciencia responsable de la sociedad y en el individuo, y también fomentar un anhelo de suficiencia, capaz de defendemos del complejo de inferioridad que nos hace esperar todo de otras manos que no sean las nuestras”.

El principio de subsidiariedad debe ser el que atraviese toda iniciativa, pública o privada. Ese principio dice que todo lo que pueda hacer el individuo, la familia o la sociedad, no lo debe hacer el Estado; y todo lo que haga el Estado debe hacerse cerca del ciudadano, en el municipio o la provincia, a menos que su propia naturaleza lo impida; y si no lo puede hacerlo la entidad local, la superior debe ayudarlo, pero no sustituirlo.

Para ello hay que estar preparado cultural y gerencialmente. Y allí está el desafío.

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