Tras todas las formas o expresiones que pueda asumir la república y, asimismo, cuando es república democrática a la luz de sus sustancias, de esos elementos y componentes fundamentales hoy reseñados en la Carta Democrática Interamericana, cabe decir que la base y columna vertebral de dicha experiencia política es la libertad. Es lo propio de la nación en su natural vocación humana y antecede a la república.
De donde puede afirmarse que, allí donde existan repúblicas, por muy constitucionales que se digan, si no las contienen y le dan contenido las naciones, es decir, las patrias en su más exacto sentido, tal como las predica uno de nuestros padres fundadores e ideólogo de nuestra independencia, Manuel J. Sanz, mal podrá hablarse de repúblicas libres, menos democráticas. “Solo el pueblo que es libre como debe serlo, puede tener patriotismo”, afirmaba este.
El asunto no es baladí. Lo planteo, justamente, a propósito del debate reciente, en Caracas, entre los distintos aspirantes a conducir la resistencia contra la disolución constitucional y social imperante, bajo un régimen primitivo y despótico que ha destruido el sentido de la razón y los valores de libertad y justicia entre los venezolanos. Llamar a éste dictadura, no le calza. Dictador fue Miranda para salvar el andamiaje de nuestra república federal de 1811, y dictador se hizo Simón Bolívar para forjar una república centralizada bajo tutela de un senado militar como el que propuso en 1819.
El hilo conductor de la lucha, ese que cabe retomar y desbrozar de las falacias que lo acompañan a lo largo de nuestra historia patria, es el de la libertad. Ella envuelve al todo, en su sentido raizalmente humano, luego social y político. Y he allí que, en la ocasión del debate señalado, paradójicamente, sólo María Corina Machado se refirió a la libertad. Es un concepto, no un simple programa de gobierno.
Libertad es, por principio, libertad para pensar, para discernir, para elegir autónomamente un «proyecto de vida», para asociarnos, para trasmitir y realizar ideas, en suma, es la libertad el camino para la perfectibilidad de lo humano del espacio público. No es concesión que se le haga a la persona, ni por la república y tampoco por la democracia, cuando se la reduce a mera ingeniería o trámite para la formación del poder. Salvo cuando a la democracia se la vuelve forma de vida y estado del espíritu, por entendérsela como el espacio propicio para el debate y juicio libres por parte de todos y de cada persona, cabe asimilarla a derecho integrador de las libertades.
Esta idea es la crucial. Mal ha sido entendida –menos, en nuestra vuelta al trágico y disoluto siglo XIX, como lo presagiaba el fallecido Jorge Olavarría hacia 1999– pues han falsificado a la libertad nuestros autócratas y sus plumarios. La reducen a la independencia de estos, a sus arbitrios para los abusos.
Nuestro Padre Libertador tachó de filósofos inútiles a nuestros Padres Fundadores civiles, vertebralmente liberales y, debo decirlo, apropiadamente progresistas. Mientras habla de que todo ciudadano es soldado para mantener su libertad y a tal propósito dice dedicar su tarea militar, al ras sostiene desde Cartagena que la Junta (1810-1811) fundaba “su política en los principios de humanidad mal entendida, que no autorizan a ningún gobierno para hacer por la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos”.
La cuestión es que, 40 años después, la dictadura de José Tadeo Monagas, para afirmarse como tal renueva la prédica bolivariana en nombre de los principios liberales. Tacha a sus predecesores de conservadores, de reformistas hipotecados por el pensamiento colonial. Sucedía con las palabras, entonces, algo como lo que esta vez ocurre en pleno siglo XXI con los socialistas, se les escucha afirmar que son progresistas. Omiten que “la tendencia natural del hombre hacia ese grado de perfectibilidad [humana y en libertad es lo que] constituye el progreso”.
Monagas, tirano cabal y suerte de galimatías ideológico, si bien acepta haber accedido al poder aupado por las dos corrientes en pugna, la de los amigos de Bolívar y la de quienes, a su juicio, usaban la espada “para militarizar la República, para encadenar a la prensa, para arrancar el sufragio a los ciudadanos, para asegurar, en fin, el poder de su autocracia, cambiando la democracia por la tiranía”, lo hizo – lo reconoce – para provocar la crisis. “Yo no podía ser traidor a la revolución americana, ni a Bolívar”, declara ante el Congreso de 1849.
Persigue al general Páez, de quien señala huyó hasta Santa Marta, “allí donde hizo morir al Gran Bolívar”. Combate los alzamientos que atribuye al primero con las acciones de los generales Santiago Mariño en la Guajira, el comandante Ezequiel Zamora en San Carlos, el coronel Farfán en Apure, el coronel Pulido en Barinas, y el coronel Florencio Giménez en Occidente. Y de sus víctimas sólo declara que “no merecen mencionarse. No figurarán en la historia”. “La patria conquistó su verdadera independencia”, concluye. Sólo cree Monagas – como sus sucesores, en el presente venezolano – en “las lecciones de la experiencia como las verdaderas reguladoras de los pueblos” y, al revindicar a Simón Bolívar, a quien titula por vez primera Padre de la Patria, denuncia que se ha querido establecer en Venezuela “un sistema diametralmente opuesto al querer nacional”: “pueblos estúpidos…”.
Regresa, repito, sobre el discurso del Libertador para reivindicarlo. Rememora a los españoles como “implacables enemigos” –Páez había hecho cesar esa fractura y restablecido el matrimonio de estos con venezolanos– y denuncia, otra vez y con el verbo de aquél, el mal acusado por el país: “tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados”. Califica de “antipolíticos” a los amantes de la libertad e insiste, lo hace en 1850, en rechazar la tesis de que “las tropas veteranas eran una amenaza” ella, sostenida, paradójicamente, por “boca de los pretensos apóstoles del liberalismo”, a los que denuesta.
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