Mientras la humanidad observa la incapacidad de las potencias para poner fin a las guerras que destruyen diversos países (Ucrania, Gaza, Sudán, R.D. Congo), noticias más alentadoras llegan de lugares lejanos. Hace pocos días el Tribunal Penal Internacional ordenó la captura de un expresidente de Filipinas; y en Buenos Aires la Corte de Apelaciones ratificó la orden de detención contra un exjefe de la Guardia Nacional de Venezuela. Se les acusa de violar derechos humanos. Sin esperar, pues, el fin de la barbarie, el orden jurídico trata de imponerse por encima de la fuerza. Son signos contradictorios de la evolución social.
La evolución de las sociedades humanas, al menos desde la aparición de las ciudades, ha sido permanente. Hoy se vive mejor que hace unos cuantos milenios. Pero, no ha sido lineal, ni siquiera dentro del mismo grupo. La historia es sucesión de períodos de avances (traducidos en mejoramiento en las condiciones de vida) y retrocesos. En realidad, los avances conseguidos se mantienen, pero no en los pueblos que les dieron origen. Más bien, pasan a otros que garantizan su continuidad. El acervo greco-latino, tras las invasiones bárbaras, pasó a los árabes, que más tarde lo llevaron de vuelta por otros caminos a Europa, donde dio impulso al Renacimiento. Ni aún la globalización – que comenzó hace varios siglos – ha impedido ese fenómeno. La humanidad camina con movimientos en zig-zag. Por eso, los logros no benefician a todos, aunque desde hace cerca de 2.500 años algunos (Europa, China) siempre han participado en el proceso.
El derecho es una de las construcciones humanas más antiguas. Es producto de la voluntad del hombre ante la necesidad de regular las acciones de los miembros de la sociedad. Impuesto seguramente por la fuerza, debió manifestarse en costumbres, hasta la aparición de la escritura. Después, los signos gráficos que servían para narrar historias y llevar cuentas de comerciantes y gobernantes, se utilizaron para fijar reglas que permitían la convivencia. En todo caso, entre las grandes manifestaciones de las primeras sociedades están los códigos de normas, algunos de 2.500 aC. Y como toda obra humana ha evolucionado desde los orígenes, de acuerdo con las condiciones de tiempo y lugar de aplicación, según el esquema expuesto antes. Sin embargo, resalta la permanencia de algunos de sus contenidos. Porque responden a aspiraciones o necesidades de la naturaleza del ser humano. No es obra de los dioses, más bien de uno de sus mandatos.
Casi desde sus inicios, las sociedades humanas no sólo regularon su vida interna sino también establecieron disposiciones relativas a sus tratos con otros grupos. Sabemos que las primeras entidades políticas suscribieron convenios (tratados), referidos especialmente a asuntos económicos. Pero, durante siglos su validez dependió de la voluntad de los firmantes. Sólo a comienzos de los tiempos modernos se afirmó la existencia de principios y normas que se imponen por sí mismos a los entes políticos (incluidos los estados). Fue un paso fundamental en la evolución del derecho que encontró sustento teórico en el iusnaturalismo y el racionalismo kantiano. Se aceptó que el derecho internacional tiene vida propia, que –como expresión de la comunidad global– obliga a todos; y que, aunque las estados cumplen un papel importante en la elaboración de las normas, existe un orden jurídico al que están sometidos. Sobre tales ideas se creó el actual sistema de relaciones internacionales.
La tendencia general ha sido la ampliación del ámbito material de la norma y su extensión a un mayor número de pueblos y personas. Desde antiguo –y especialmente desde que se multiplicaron los contactos (no sólo económicos)– se crearon (o admitieron) normas referidas a los extranjeros. Alcanzaron gran importancia en el mundo romano: formaron entonces el llamado “jus gentium”. Y también, lentamente, en un proceso que está lejos de terminar las normas jurídicas protegieron y luego reconocieron derechos a los grupos excluidos (algunos desde siempre), notablemente las mujeres, los más pobres, las minorías nacionales o de otro tipo. El poder sin límites de los orígenes, seguramente determinó la actividad reguladora en todos los asuntos. Pero, más tarde los individuos debieron reclamar un campo de acción privado, que cada día fue más amplio. La extensión del mismo ha sido uno de los temas más discutidos en los últimos dos siglos.
El racionalismo creyó posible el establecimiento de un sistema normativo ideal, permanente, aplicable a todas las sociedades. Pronto, sin embargo, sus exponentes comprendieron que la regulación de las actividades depende de las condiciones de cada grupo. No obstante, también, como juristas de otras tendencias, señalaron la vigencia universal de ciertos principios: la primacía del derecho (y el rechazo a la violencia), el carácter natural de los derechos humanos, el control de los órganos del poder. Los derechos del hombre son “naturales, inalienables y sagrados” proclamó la declaración francesa de 1789. Esa afirmación no es hoy admitida por todos. Para quienes afirman la primacía del Estado, los seres humanos son instrumentos para la realización de sus fines; y sus derechos dependen de “la situación y necesidades reales de cada sociedad”. Lo expuso la declaración de China y Rusia de febrero de 2022. Tal apreciación supone una concepción limitada de la naturaleza humana.
Al término de la II Guerra Mundial, los vencedores resolvieron “convivir en paz”, rechazar “el uso de la fuerza” y “promover el progreso económico y social” para “preservar a las generaciones venideras de la guerra” y “reafirmar los derechos humanos” y las libertades de todos (derivados de “la dignidad y el valor de la persona humana”). Con esos propósitos decidieron establecer un nuevo sistema de organización internacional. El mismo, pues, se inspiró, fundamentalmente, en una concepción humanista de la sociedad. Porque había triunfado el hombre, ser dotado de dignidad y valor propio. Desde entonces, si bien no se realizaron aquellas buenas intenciones (millones murieron en guerras!), si se consiguieron notables avances: muchos pueblos accedieron a la libertad y pudieron ejercer sus derechos y millones de personas abandonaron la pobreza. Ahora, ese esfuerzo está en peligro. Porque se niega al hombre decidir su destino. Le corresponde al poder, a la fuerza.
La actuación reciente de algunas potencias –que niegan o violan principios y normas de carácter universal– supone una regresión en la evolución general de las instituciones jurídicas y, especialmente, del derecho internacional. Se cuestionan, incluso, los fundamentos del derecho, como orden bilateral, heterónomo y coercible. Representa una ruptura en los avances logrados: otra vez, los gobernantes creen no estar sujetos a voluntad externa que se les impone y ser el origen de la regulación de la conducta humana. Les corresponde, piensan, fijar (de acuerdo con sus intereses parciales) el destino del país … cuando no de la humanidad! Deux ex machina. Peligrosa a nivel nacional, conducta semejante es muy grave en el ámbito internacional cuando es asumida por miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, organismo que tiene como “responsabilidad primordial mantener la paz y la seguridad internacionales». Porque esa tarea implica garantizar la vigencia del orden jurídico.
Después de la II Guerra Mundial pareció que el derecho podía imponerse sobre la fuerza. Se aceptaron principios fundamentales: como los de legalidad internacional, soberanía e igualdad de los estados, autodeterminación de los pueblos, arreglo pacífico de controversias. Se puso en funcionamiento el sistema de las Naciones Unidas y muchas otras organizaciones. Surgieron nuevas entidades, como la Unión Europea; y en el plano económico, organismos y empresas multinacionales. Se creó la Corte Penal Internacional y, al menos en algunos países, se atribuyó a los tribunales jurisdicción internacional sobre ciertos crímenes. Se dio impulso al derecho humanitario. Ahora, líderes de las grandes potencias ponen en discusión la vigencia de principios ya aceptados y pretenden revertir decisiones colectivas. Formulan cualquier exigencia y proceden sin sujeción a ninguna norma. Más: intentan desconocer los derechos de otros. Se arrogan el poder de dictaminar la suerte de los pueblos, disponer de sus poblaciones, territorios y riquezas.
La agitación que sacude al mundo estos días no es resultado de un hecho aislado (la elección del gobernante en la potencia dominante). Ese fue uno de sus detonantes. Pero, sus causas son más antiguas y profundas. Es expresión del enfrentamiento secular entre concepciones distintas acerca del propósito de la comunidad internacional: constituye, para unos, un espacio propicio para que los seres humanos desarrollen en libertad sus actividades; para otros, un instrumento útil para imponer la dominación de uno de los poderes que disputan para su beneficio la supremacía mundial. Es una “guerra” a largo plazo … sin conclusión definitiva.
X: @JesusRondonN
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