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El derecho a no emigrar y el 28J

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Foto AFP

Así como el 23 de enero de 1958 nos dejó su espíritu y a partir de este los venezolanos accedimos a la modernidad –moríamos a los 53 años promedio y nos elevamos a los 73, en los que se nos congela luego–, el 28 de julio de 2024 trajo otro espíritu, inédito. Ha sembrado un desafío, ajeno para los narcisos de la política.

La decisión electoral que derrotó a la satrapía invasora instalada en Caracas contiene un mandato irrenunciable. Es un símbolo movilizador de voluntades. No cederá para lo sucesivo, pues hace relación con la reconstrucción de la nación. ¡Y es que sin esta la república y sus gobiernos son un remedo, y la gobernanza es irrealizable!

Ese mandato no lo ha detenido el terrorismo de Estado practicado desde antes y profundizado hasta los límites del mal absoluto, luego del siguiente día a las elecciones presidenciales del 28J, cuando se torturan a niños y violan a jóvenes para sostener al colegiado que encabeza Nicolás Maduro Moros. 

Apalancado sobre la reunión de los venezolanos que sufren el dolor de la dispersión, vueltos diáspora en su conjunto, tal mandato resume un propósito histórico inédito. Marca un quiebre epocal, que no se agotará el venidero 10 de enero de 2025, sea cual fuere su desenlace.         

Decía Mariano Picón Salas, en su Comprensión de Venezuela, que tras cada sufrimiento padecido por los venezolanos instintivamente volvíamos al pasado para invocar al Padre de la Patria y su protección. ¡Oh sorpresa! El común de los venezolanos – salvo los cortesanos de Palacio – deja atrás el pasado de oprobio y destrucción y ahora mira hacia el porvenir, de mano propia. Reclama la vuelta a la patria, como obra de la constancia. Y patria, lo decía uno de nuestros próceres civiles, Miguel J. Sanz, es saber ser libres como debemos serlo. Pero es, asimismo, respetar a nuestros mayores y a la tierra, tal como consignan las Siete Partidas de Alfonso El Sabio. Es este el único programa de gobierno y de unidad posible y realizable.

“Madre, voy a partir; mas parto en calma / Y sin decirte adiós, que eternamente/ me habrás de acompañar en esta vida / Tú has muerto para el mundo indiferente, / mas nunca morirás, madre del alma, / para el hijo infeliz que no te olvida”, rezaba Juan Antonio Pérez Bonalde en 1876. Su poema es la síntesis acabada de nuestro drama. Le da cauce al ostracismo que padecemos todos; eso sí, mientras sostengamos vivo el eco de nuestra madre, Venezuela. A ella la representa, en el imaginario, sin buscar sustituirla y honrándola al mostrarse como una mujer guía, servidora y madre sustituta, que sabe serlo para los de adentro y para los de afuera, María Corina Machado. 

Si la brega de la nación tuviese como límite intelectual el 10 de enero y una toma de posesión, la de Edmundo González Urrutia, por la que al cabo habremos de luchar solos como siempre, o acompañados por el “mundo indiferente”, otra vez perderíamos el rumbo. Venezuela se nos alejaría más allá del tiempo y el tiempo enterraría nuestra “Vuelta a la Patria”. 

Limitarnos a lo temporal e inmediato sería tanto como darle mayor significación a dicho hito que al vejamen recién irrogado al símbolo de Caracas, a su Ávila majestuoso, por los alabarderos del terrorismo palestino. En esa cadena de montañas, a través de las que caminaran los indígenas venidos desde Margarita y conducidos por la madre de Francisco Fajardo para encontrarse con sus parientes, antes de que se fundase la villa de San Francisco, aquellos han izado su bandera invasora.

Ayer, no más, en la cima del “cerro Ávila” – al que le canta la posteridad con la letra de Ilan Chester: “Voy de Petare rumbo a la Pastora / contemplando la montaña que decora mi ciudad”, fue arriado el tricolor del “hijo de la panadera”, nuestro Precursor, don Francisco de Miranda. Se escupió la memoria de Alonso Andrea de Ledesma.

La vuelta a la patria madre es, pues, el hilo conductor que al igual que a Ulises nos permitirá alcanzar como este a nuestra Ítaca, conjurando los cantos de sirena. Y es que está a la orden del día y como problema global que casi se nos sobrepone, el de las guerras en las puertas que nos separan del Oriente y las situaciones humanitarias e impostergables a resolver de los migrantes, a los que se suman los 8 millones de almas nuestras; que inciden gravosamente y de conjunto sobre las realidades económicas, sociales y políticas, sobre todo culturales y religiosas en los países de acogida. 

Ciertamente que las migraciones y las murallas, como la muralla de los chinos o el limen de los romanos, vienen desde tiempos primitivos, distantes. El expresidente Sanguinetti recordaba, hace poco, que en las Américas no hay pueblos originarios, pues llegaron desde Corea por Alaska nuestros llamados indígenas y en el presente, a esas migraciones hoy se las distorsiona, politizándolas. 

Pero la exigencia venezolana, que a buen seguro es la misma que se están haciendo los ucranianos víctimas de la guerra de agresión rusa, responde a su ser y existencia; es, como hemos de creerlo para no perdernos en el camino, la de luchar por nuestro derecho a no emigrar, a volver a la patria. 

Cuidémonos, sí, de que tras la liquidez moderna y la experiencia sin límites que proponen las grandes revoluciones posmodernas, la digital y la de la inteligencia artificial, median inevitables tendencias hacia la deslocalización y a dar por muerto al tiempo. Todo es virtual e instantáneo en el siglo XXI. Mas sólo la patria, repito, procura cultura raizal y en ella anidan los afectos que nos curarán contra la enfermedad del adanismo. Es la única que nos dota de valor agregado y nos permite, al salir de nuestras fronteras, participar con talante propio del sincretismo intercultural que le da vida y cimientos a toda civilización como la nuestra, la del Occidente amenazado.

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