La libertad de expresión implica poder comunicarnos y expresarnos libremente. Un derecho fundamental para vivir en una sociedad justa y abierta. Esto no debería generar ninguna controversia ni ser objeto de dudas ni contradicciones. A no ser que se trate de expresiones constitutivas de delito, pero esa es la excepción.
Viene a cuento título y primer párrafo, debido a la recurrente intolerancia observada en redes sociales por el desempeño de usuarios de ellas, que aparecen o son aludidos en las mismas o que en tales espacios emiten sus propias opiniones, sus ideas o pensamientos; sus criterios particulares sobre temas de diversa naturaleza.
Y de otro lado, personeros políticos del gobierno, de la oposición y de las oposiciones de la oposición, que no se quedan atrás a la hora de amenazar, amedrentar y a proponer instrumentos legales orientados a cercenar el sagrado derecho humano a la libertad de pensar, de tener ideas propias y de expresarlas libremente.
Incluso artistas (humoristas, comediantes, cómicos, actores y similares) que usan estos medios para difundir sus opiniones o pareceres, aun también sus rutinas artísticas. También sus presentaciones en programas a los cuales son invitados por el trabajo que realizan.
Amnistía Internacional ha afirmado: “Los gobiernos afirman defender la ‘libertad de expresión’ como aparece en la Constitución española y en casi todas las constituciones del mundo, pero en realidad no es así. Por todo el planeta hay gente que va a la cárcel –o sufre algo peor– simplemente por hablar”.
En el caso que hoy me ocupa, me refiero a las expectativas, preocupaciones e inquietudes que ha generado el proyecto de ley (creo que se denomina «contra el fascismo y el neofascismo») que en mi opinión y salvo mejor criterio, no es otra cosa que otro medio o instrumento legal para control social y cercenamiento de la libertades públicas. Y de pronto en este instante, recuerdo a aquellos personajes de nefasta historia y repercusión: Hitler y Mussolini.
Hoy me erijo en defensor de la libertad de expresión en los términos y condiciones que señalé ab initio. Y con ello me uno a los que han emprendido una campaña en favor de la defensa de los derechos humanos, porque cabalmente la libertad de expresión es un derecho humano. Tambien defiendo a los miles de presos de conciencia, personas que, aunque no han propugnado la violencia ni recurrido a ella, han sido encarceladas por ser quienes son (por su orientación sexual, origen étnico, nacional o social, lengua, nacimiento, color, sexo o situación económica) o por aquello en lo que creen (por sus creencias, ideas políticas u otras convicciones profundas).
Como sustento de lo que digo, consigno aquí la reproducción del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, conforme a los principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas. Este documento dice, en el artículo 19:
Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones.
Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.
El ejercicio del derecho previsto en el párrafo 2 de este artículo entraña deberes y responsabilidades especiales. Por consiguiente, puede estar sujeto a ciertas restricciones, que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para:
a) Asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás;
b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.
Esto no puede ser letra muerta. Quizá la palabra no salva, pero el silencio condena. Pensar distinto no es delito. Se puede pensar distinto, discrepar, aun estar en desacuerdo con sus modos, pero condenar a otro, llevarlo al cadalso de las redes sociales, a la horca, al paredón y someter al escarnio a nuestros semejantes por el simple hecho de emitir sus opiniones, es un despropósito que merece nuestro más absoluto y firme rechazo.
Se castiga por hechos, no por intenciones. El pensamiento no delinque (cogitationis poenam nemo patitur).
Para el sistema de justicia venezolano, el discurso político de la oposición es un crimen. “Todos somos semiológicamente culpables” (Alberto Barrera Tyszka dixit). Como se sabe, ha habido y hay presos y perseguidos políticos por el simple hecho de emitir sus opiniones. Resulta lamentable que a esta perversa manía del gobierno, contraria a todo precepto de derecho, se añada el terco afán de algunos (o de muchos) de criticarlo o contradecirlo todo, sin respeto, sin justificación o con la pretendida intención de ganar seguidores en las redes sociales.
El respeto hacia la libre expresión nunca debe ignorarse. Entendamos que esta nos permite –cabalmente- sostener una opinión contraria, pero también recibir la opinión distinta de nuestros semejantes. Obviamente. Pero aceptarnos iguales, pero con derecho a ser diferentes, nos obliga a asumir el asunto con seriedad y responsabilidad. Esto es, sin enanismo intelectual, sin pobreza de espíritu y sin afán de figuración.
Hoy en Venezuela, dentro y fuera de las redes sociales, cualquiera puede ser Herodes, que prevalido de poder de mando o de riqueza, hace víctimas de los inocentes. En una sociedad donde se desprecia la persona humana, Herodes puede ser cualquiera.
La forma de ser digno de pedir respeto es respetar. Por mi parte seguiré escribiendo, que las palabras no se atreverán a crucificarme. No llevan la valentía para eso ni la cobardía tampoco de correr.
La palabra puede ser el vinagre en las heridas y el veneno en el silencio hacernos daño. Nunca. En esta hora aciaga ni nunca. No bajaré persianas a mis ojos. No dejaré de escuchar. No haré silencio.
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