El delito cometido por Donald Trump contra las instituciones democráticas de Estados Unidos y del mundo tiene que recibir un castigo ejemplar. Debe ser inhabilitado de por vida para que jamás vuelva a ocupar un cargo de elección popular. Su conducta no es producto de un error circunstancial, sino el resultado de una estrategia diseñada para disfrazar una derrota electoral que era previsible, debido a su pésimo manejo de la crisis provocada por la pandemia. No fue que se equivocó. Mintió, calumnió y manipuló a sus seguidores con premeditación y alevosía, invocando descabelladas teorías conspirativas.
Así lo han entendido los miembros del Partido Demócrata –especialmente Nancy Pelosi, la líder de la Cámara de Diputados– y algunos republicanos importantes que forman parte del Capitolio, allanado por las huestes impulsadas por el discurso incendiario de Trump desde varios meses antes de que se realizaran las elecciones de noviembre. La benevolencia con personajes que se consideran providenciales e intentan colocarse por encima de las leyes y las normas establecidas, solo provoca tragedias en las naciones donde esos seres aparecen. El caso de Hugo Chávez ejemplifica lo nocivo que puede ser la candidez con quienes quebrantan las reglas de convivencia. Los líderes de la democracia venezolana, de forma ingenua, pensaron que podían perdonar a ese teniente coronel desconocido y aventurero, porque las bases institucionales eran robustas como el macizo guayanés. Las consecuencias de semejante candor las seguimos padeciendo después de tres décadas de haber insurgido ese señor en el escenario nacional.
Donald Trump abrió una caja de Pandora. Quién sabe cuántos Donald Trump existen en Estados Unidos. Cuántos aspirantes a dedicarse a la política que dejaron de creer en la democracia diseñada por los Padres Fundadores hace dos siglos y medio. Cuántos se sienten incómodos con los principios de delegación, legitimidad, representación, federalismo e independencia de los poderes públicos, promovidos por Washington, Jefferson, Madison, Adams y Hamilton, entre muchos otros. A esos pretendientes hay que mandarles un mensaje clarísimo: en Estados Unidos nadie puede intentar destruir el orden democrático y pretender salir ileso. El castigo será inclemente.
El dueño de Twitter y los de otras plataformas tienen toda la razón para censurar a Trump. El presidente de Estados Unidos se valió de esa herramienta, que ha contribuido a democratizar y universalizar la libertad de opinión e información –inventada en un ambiente de libertades donde se estimula la creatividad y la innovación–, para agredir la soberanía popular representada en el Congreso e intentar desprestigiar la institución electoral, sobre la cual se asienta buena parte del sistema de delegación y representación estadounidense. Al dueño de Twitter lo asiste la razón al quitarle esa granada fragmentaria a un mandatario irresponsable, que se valió de esa aplicación para llamar a la violencia e incitar el odio, vistos a través de las pantallas de televisión en todos los países del planeta.
No considero que las restricciones impuestas por Twitter tengan nada que ver con coartar el principio de la libertad de expresión. Donald Trump no es un ciudadano desvalido. Al contrario: es el hombre más poderoso de la Tierra. Comandante en jefe del ejército más letal del planeta. La Casa Blanca cuenta con una oficina de prensa capaz de convocar ruedas de prensa cada vez que al presidente se le antoje. Los contactos de Trump con los medios de comunicación, ambiente en el cual se ha movido toda su vida, le permiten sostener entrevistas con los más afamados periodistas norteamericanos. No hay capricho que el mandatario no pueda divulgar. Lo que pasa es que se amañó con Twitter porque le permite una comunicación cómoda e instantánea con sus millones de admiradores, y como a él las reglas le molestan, decidió que podía quebrantarlas sin pagar ningún costo. Se equivocó. El dueño de Twitter salió a defender los principios sobre los que se funda el uso de esa herramienta y, de paso, asumió el resguardo del sistema democrático norteamericano, seriamente vulnerado por el gobernante.
Además, hay que diferenciar entre la decisión de un organismo del Estado, concebida para coartar la libre expresión de unos o muchos ciudadanos opositores o adversarios, y la de un ente de la sociedad civil, como es Twitter. En el caso del organismo estatal, las restricciones o prohibiciones suelen ir acompañadas de coacción y violencia. En el caso de un ente particular como Twitter, lo que se activa es el derecho democrático a impedir que esa herramienta sea utilizada para fines que nada tienen que ver con la divulgación de opiniones o informaciones, sino con el propósito de encender el ánimo de gente previamente engañada, para que desate toda la carga explosiva que le ha sido inoculada.
Twitter, al igual que cualquier otra red pública, debe ser regulada. Sin embargo, a nadie se le puede prohibir que actúe en defensa propia. Eso fue lo que hizo la empresa. La élite política debe inhabilitar a Trump. La Cámara de Diputados dio un paso decisivo en esa dirección.
@trinomarquezc
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