Las formas gráciles se apoderan del fértil territorio que es el escenario, con destreza unos cuerpos emprenden un recorrido luminoso, describen planos curvos, rectos, oblicuos, danzantes; escriben sobre nuevas formas mientras la música se expande, haciendo que esas figuras cobren una vida agitada y azarosa. Palabras parecen salir de extremidades vigorosamente poéticas, giran, giran y giran, como si se tratase de un principio físico del Universo, la gravedad es confrontada con amorosa pasión. Los ejecutantes cruzan cual alientos en una dimensión que asemeja un templo ancestral, torsos se tocan, se entrelazan y despiden en una ceremonia que parece destinada a surcar el tiempo y estar presente en la memoria, en la piel y cada lugar del alma de aquellos que ahí bailan. Se hace la oscuridad, hay un estallido de aplausos, un resonar que despierta desde cada asiento, agradecido el público comulga con obra fulgurante de Carlos Orta.
En Venezuela la danza contemporánea tiene entre sus principales baluartes al reconocido bailarín y coreógrafo Carlos Orta (Caracas 1944 – Nueva York 2004), un creador que desde sus inicios logró marcar su arte con un lenguaje propio, tomando arriesgados caminos que aún hoy son referencia. Desde muy joven pone en manifiesto una particular relación con el baile. Impregnado con los ritmos caribeños propios de la populosa parroquia San Agustín en Caracas, específicamente en el sector Marín, Carlos Orta se gana un espacio como destellante danzarín lleno de la cadencia alegre del trópico. Con una naciente inquietud, decide firmemente dedicarse a bailar. Marcha a Europa, donde estudia en Folkwang Hochschule de Essen, Alemania, siendo alumno de grandes exponentes: Hans Zullig, Jean Cebron, e Irene Bartos. Convertido en un avezado danzante logra ser parte en la compañía Tanz Theatre Wuppertal de la afamada Pina Bausch, quien también fue una de sus maestras. La plasticidad y fuerza dramática lo llevan a ganar importantes reconocimientos de talla mundial, en 1975 recibe el premio a la mejor coreografía The Audience Prize y en 1976 el The Jary Prize en la Academia Internacional de Danza (Colonia, Alemania), emergiendo con incuestionable contundencia en la escena de la danza moderna y contemporánea. Uno de los hitos de su carrera es el convertirse desde 1979 en la figura principal de la mítica compañía de José Limón (The Limón Dance Company) en la ciudad de Nueva York y de la que formaría filas durante 25 años, siendo un laureado intérprete y coreógrafo. Es precisamente esta experiencia la que permite que Orta entre en contacto con una exploración en la que los elementos tradicionales de nuestra América hacen esencia de la estética y discurso en el baile.
Desde sus inicios Orta tiene entre sus objetivos el mantener contacto con Venezuela y vincularse artísticamente con sus orígenes. En 1983 se une a Noris Ugueto y dan forma a lo que sería uno de los procesos de mayor envergadura en nuestra nación, Corearte, compañía en la que expresa ampliamente sus vertientes creativas dotándolas de una inédita propuesta, poniendo en práctica principios filosóficos y de vida. Rompiendo estereotipos emprende un andar en el que constantemente debió sortear obstáculos y hasta prejuicios, esta agrupación estaba integrada en su mayoría por jóvenes que provenían de su amado San Agustín. Sin precedentes comienza a mostrar este trabajo, en el que el joropo, el folklore, la salsa, la tradición indígena y los tambores se fundían con el ballet clásico y las tendencias de la modernidad, teniendo como resultado un crisol lleno de mística, encontrándonos en nuestro origen por los movimientos bellamente creados. Poy Márquez, Joseline Palma, Rosaura Hidalgo, Patricia Pérez, Efraín Guerra, Wladimir Baliachi y Alfredo Pino fueron las primeras juveniles promesas con las que el maestro escribiría memorables éxitos. Convertidos en una bandera de nuestro país, emprenden largas giras a Macedonia, Italia, Grecia, Estados Unidos, México, Colombia y Alemania donde prácticamente bailan cada año, consiguiendo ubicar a Venezuela en el escenario dancístico del mundo. Carlos Orta lleva su obra a cientos de teatros, a la calle, las escuelas y comunidades, aproxima sus piezas a las personas. Alfredo Pino comenta: “Ver bailar a Carlos te hacía pensar que todo eso no era ajeno a ti, los gestos, los pasos, entraba en tus emociones”.
Plenamente consciente de su identidad iberoamericana y de lo que yace en nuestras raíces, Orta emprende con dedicada disciplina la elaboración de una narrativa en movimiento, que refleja esa riqueza llena de matices e influencias. En Trópico (1985) con música de Heitor Villalobos, plasma de manera casi pictórica lo imponente del Llano, las erguidas palmeras retando a la sabana, la calma de Amazonas, sus mágicos tepuyes, los colores de los loros, garzas y corocoras en tibio vuelo sobre nuestra tierra. Perfil (1987) muestra un pasado estacionario que lo remite a sus vivencias, el barrio, lo que sutilmente se esconde en la ciudad, una alegoría a la feminidad, cómo camina, cómo baila y cómo siente la mujer; la seducción trepidante del hombre y su confrontación con lo urbano. El último canto (1995), con la vibrante música de Emilio Mendoza, hace del joropo e instrumentos latinoamericanos un viaje continental, nos ilustra el proceso de la conquista y el impacto en los habitantes originarios, de manera abstracta nos convoca a un renacer astral siendo protagonistas de un futuro, partiendo de la sustancia histórica.
Posiblemente el más significativo patrimonio de este gran maestro es la transformación que alcanzó entre aquellos que compartieron y bailaron a su lado, exégetas de su convicción, son herederos de los postulados; en lo telúrico de la venezolanidad reside nuestra luz, el artista integral es un vehículo para la creación y el danzar es una herramienta de conexión con la fuerza que rige a la naturaleza; con ella se narra, se siente y se cura. Carlos Orta se movía para hacerse dueño del espacio y el tiempo, cubriendo de humanidad este arte, la convierte en un mensaje celestial que está presente en el danzar cósmico de los sueños.
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