Héctor y Eloísa, su atractiva esposa, son apreciados vecinos míos y mientras sus dos niñas corren bajo la sombra de los árboles del jardín, yo converso con ellos poniendo en su sitio al país y su mal gobierno, no obstante estar viviendo en ese momento en plena democracia. Me refiero a las encantadoras Alicia y Graciela que iluminan la casa con sus risas de corta edad y sus constantes reuniones con las amigas del colegio.
Confieso que me complacía y agradaba verlas reunidas en la amplia sala o en el patio en aquellos superados, pero difíciles años del perezjimenismo, empantanado en aquel nuevo «ideal» nacional que promovía el mejoramiento físico del país y de las condiciones morales, intelectuales y materiales de los venezolanos. Algo falso y contradictorio porque a su manera el coronel, convertido en general y luego en presidente a los trompicones amaba al país, pero perseguía con despiadada saña principalmente a los adecos y a los comunistas, hundió al país en una ciénaga de torturas y humillaciones y mandó a asesinar a Leonardo Ruiz Pineda.
Pérez Jiménez se complacía en desarrollar físicamente al país convertido en fanático constructor de puentes y autopistas, con la imagen de la ciudad fascista agazapada en su subconsciente porque trazó la avenida Bolívar este-oeste y luego la Fuerzas Armadas de norte a sur, dividiendo el centro de la ciudad en cuatro segmentos difíciles de cruzar a la vez que entorpecía la visión Villanueva de la Ciudad Universitaria separando al Jardín Botánico de las áreas verdes del parque de Los Caobos y armando una red de autopistas como arañas y pulpos que prestigiaban o anunciaban la modernidad, pero también mayor velocidad para conectar a un cuartel con otro y llegar más rápido al hipódromo para tentar la suerte del milagro económico.
Fue un militar que, a diferencia de otros que lamentablemente conocemos de sobra, se preocupaba por el bienestar físico de Caracas inventando, incluso, una avenida que lo llevara a Miraflores demoliendo centenares de viviendas, incluyendo la de Héctor, obligado a mudarse a la casa donde estoy disfrutando como adulto de una fiesta infantil dando vueltas con el dedo al hielo del Old Parr. «Pérez Jiménez tumbó mi casa», decía Héctor entre trago y trago. «¡Pero no vayas a tumbarle su casa en Michelena porque no le va a gustar!».
Por contraste, en la Venezuela bolivariana la imagen del dictador resplandece, pero el país sigue cayendo en un diabólico abismo. Agobiado, el país mira hacia atrás y se engaña a sí mismo creyendo que un nuevo Pérez Jiménez o un nuevo Simón Bolívar lo va a sacar del pantano.
La mayoría de los presidentes venezolanos no ha nacido en Caracas; son mandatarios que no tienen raíces de infancia en la capital. Consideran que la ciudad carece de dignidad urbanística o arquitectónica y sin esperar a que el tiempo les otorgue la nobleza que no tienen, parpadean y derrumban casas e inventan calles y avenidas creyendo armar una modernidad que solo se encuentra en la mente esclarecida de algunos venezolanos.
Totalmente ajenas a estos disgustos políticos, las hijas de Héctor siguen correteando y sus voces y risas nada tienen que ver con la corrosiva memoria del perezjimenismo y del asesinato de Ruiz Pineda que al mencionarlo en nuestra conversación de adultos adquiere dolorosa corporeidad: Héctor sigue siendo adeco empecinado e industrial exitoso y yo, un ex-ñángara sin rumbo. Y comenzaron a llegar las amigas de Gracielita invitadas a su cumpleaños y dejadas en casa por sus padres a fin de que se comportaran libres e independientes y disfrutaran de la fiesta sin sentirse vigiladas, No una fiesta sino una reunión de amigas sin piñata ni payasos porque a la cumpleañera le repugna haber sido «niña» alguna vez. Y con la algarabía de las invitadas volvió a reinar entre Héctor y yo el espíritu democrático, y el fantasma de Pérez Jiménez aprovechó para escaparse no en una Vaca Sagrada sino saltando por el ventanal del salón y Leonardo Ruiz Pineda volvió a ser el remolino opositor que siempre fue.
Disfrutábamos entonces de vida democrática porque no sabíamos que décadas más tarde nuestra alegría de adultos iba a apagarse; que la inventada efigie heroica de Simón Bolívar iba a transformarse en la de un patriótico zambo; que el país iba a teñirse de rojo y que una nueva estrella (¡no Lila Morillo que se la conocía como la octava estrella porque su imagen aparecía en las portadas de las revistas cuando no tenían a nadie que mostrar!), sino la estrella que apareció un día en la bandera nacional.»Me han abierto más que un libro», dijo Lila una vez, refiriéndose a las intervenciones quirúrgicas que había soportado. No imaginábamos que lo que se nos venía encima era este rojo abismo en el que seguimos cayendo sin tocar fondo.
La fiesta de Chelita acrecentaba el ímpetu y fervor de las invitadas que tomaban refrescos y jugo de naranja mientras Héctor y yo muy a lo Whitman nos celebrábamos a nosotros mismos junto a dos padres recién llegados. Una de las amiguitas de Chelita me conocía, creía que yo era hermano del dueño de la casa; se me acercó y me llevó aparte para pedirme en susurro que le preparara un vodka. Vio el asombro reflejado en mi rostro y se apresuró a decirme que la perdonara, que solo deseaba probarla, descubrir a qué sabía. Me conmovió su ruego, fui con ella a la cocina, puse hielo y aguakina en un vaso y eché unas gotas de vodka, un débil chorrito apenas. Ella sonrió, complacida, pero las amigas vieron el tejemaneje y el viaje a la cocina y al parecer se dieron cuenta de lo que ocurría porque cada vez que mencionaban a la amiguita del vodka se preguntaban unas a otras con mordaz ironía: «¿Una que se las echa de vodkita muerta?».
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