Luiz Inãcio Lula da Silva, prisionero tras el escándalo Lava Jato y de regreso como presidente de Brasil, fue recibido con honores en Pekín por el gobernante chino Xi-Jinping. Ha sido su preámbulo antes de convocar la Cumbre de Jefes de Estado en Brasilia que ha puesto al margen a los mecanismos institucionales de la región, sujetos a la pesada e inaceptable carga, para las izquierdas irredentas, de las «cláusulas democráticas».
Su agenda de diálogo ha sido, nominalmente, sobre integración e iniciativas de cooperación suramericana, la que finaliza con la formación de un Grupo de Contacto; sin que por ello pudiese ocultar el verdadero móvil de su iniciativa, a saber, reinsertar a Nicolás Maduro Moros en la comunidad internacional luego del aislamiento al que ha estado sometido por corrupción y violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos.
La tesis brasileña –de neta estirpe ruso-china– es que se ha construido una “narrativa” –“género literario constituido por la novela, la novela corta y el cuento”– orientada a demonizar al régimen de Caracas, para malponerlo. De donde, al afirmar que aquella es de tal filiación, no incurro en despropósito o lance.
Tamizada desde antes por el Grupo de Puebla, a cuyo tenor la persecución judicial que sufren los suyos por las corruptelas ocurridas a manos de la Odebrecht y de la empresa petrolera venezolana Pdvsa durante las dos últimas décadas es la obra de un «lawfare» – hace pocos días le robaron a esta 23.000 millones de dólares –de suyo el argumento de la narrativa hace preciso enganche con el predicado de Vladimir Putin y Xi Jinping–: “Se oponen al abuso de los valores democráticos [léase del Estado de Derecho] y la injerencia en los asuntos internos de Estados soberanos con el pretexto de proteger la democracia y los derechos humanos”, dicen ambos en vísperas de la guerra contra Ucrania.
La cuestión es que el presidente de Chile, Gabriel Boric, si bien no cuestiona la “normalización” internacional del gobierno venezolano a fin de que el sistema multilateral pueda ayudarlo a que regrese sobre la senda de la democracia y al considerar de conveniente el levantamiento de las sanciones a las que ha sido sometido, aclara que no puede ocultarse, por “razones de principio”, que se trata de un violador de derechos humanos.
A su turno, el gobernante de Uruguay, Luis Lacalle Pou, observando de plausible, aquí sí, la agenda de integración y cooperación planteada advierte preocupado a Lula que en el texto de la declaración debatido se habla de democracia; lo que le obliga a decir –son sus términos expresos– que la presencia venezolana sugeriría que, para lo sucesivo y de no ser aclarado el término, tendría la democracia un significado variable para los presentes. Sin afirmarlo, alerta Lacalle sobre la emergencia de “democracias al detal” en América Latina.
Lo cierto es que, tras el telón media un pedido de la Casa Blanca al nuevo gobierno paraguayo de Santiago Peña, para que acepte dialogar con Maduro y le acredite un embajador; lo que igualmente ha hecho el gobernante uruguayo.
Avanza rauda, entonces, como tendencia que busca imponerse en la región, una que desafía al patrimonio intelectual interamericano y europeo sobre la democracia y el Estado de Derecho. Me refiero al milenario y que se renueva con la tragedia del Holocausto, una vez finalizada la Segunda Gran Guerra del siglo XX. Allí se fija como piedra angular y norma de orden público el respeto de la dignidad inmanente de la persona humana.
Lo que es peor, como se constata en los documentos del mencionado Grupo de Puebla, de la Agenda 2030 de la ONU y hasta en los del Gran Reseteo del Foro Económico Mundial de Davos, se busca predicar sobre derechos humanos –lo hace Boric– como «objetivos» medibles e inexcusables; pero no necesariamente atados ni interdependientes con los conceptos de la democracia y del Estado constitucional, tal como lo han repetido, hasta la saciedad, las Cortes Europea e Interamericana de Derechos Humanos.
Pues bien, en la referida Declaración Conjunta que suscribiesen China y Rusia en Pekín, el 22 de marzo de 2022 se sostiene a pie juntillas que “una nación puede elegir formas y métodos de implementación de la democracia que mejor se adapten a su Estado particular, basado en su sistema social y político, sus antecedentes históricos, tradiciones y características culturales únicas”. En pocas palabras, ese documento elaborado como guía para las relaciones internacionales en la Era Nueva concluye en que “sólo corresponde al pueblo del país decidir si su Estado es democrático” o no. Pasa a ser una cuestión propia de la intimidad o el fuero interno de cada pueblo.
La cuestión por saber es saber hasta dónde llega el desafío y el despropósito del progresismo que deconstruye a las naciones de América Latina, dejándolas a la deriva, sujetándolas a explotación a través de la modalidad de los subsidios y su perversión con fines políticos, y en una línea de banalización de la criminalidad.
Colombia, así como anuncia que legalizará el narcotráfico y desde ya desmonta la tipificación de distintos comportamientos delictivos para volverlos virtuosos, Lula da Silva y algunos gobiernos de la región se muestran dispuestos, más que a acabar la democracia, dejar en el pasado y como parque jurásico a los crímenes de genocidio, guerra, y lesa humanidad que tanto conmovieran a la conciencia universal en la segunda mitad del siglo XX.
A todas estas, ¿qué dirá la correligionaria de Lula da Silva y expresidenta de Chile Michelle Bachelet? El régimen de Maduro “sometió a las mujeres y los hombres detenidos a una o más formas de tortura”, así como “implementado una serie de leyes, políticas y prácticas que han restringido el espacio democrático” venezolano, señala su informe ante la ONU de 2019.
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