Hoy escribo como lo hace Christiane Dimitriades en sus intensos poemas que ella va lanzando sobre la mesa del bridge como barajas de azar teniendo frente a ella a este jugador, que soy yo, el lector de su libro El cuarto jugador: «… escribo como quien lanza arena al viento porque el viento, dice Christiane, esparce esta minúscula materia y la incorpora en otras materias».
Y ella, con sabia dulzura concluye diciendo que hay que saber deshacerse también del peso de las palabras.
Se trata de jugar, de ser no solo el cuarto jugador, el «muerto» del bridge de treinta y dos cartas, sino el viento que me dispersa y me incorpora a otros vendavales.
Jugamos no solo con mazos de barajas inglesas o españolas sino con toda nuestras vidas en un misterioso y apasionado juego que incluye a nuestra propia muerte; sin lugar a dudas, una jugadora experta en no mostrar emoción alguna mientras observa con desacostumbrada paciencia y sosiego los gestos, movimientos y estratagemas que trazamos con el inútil y extravagante propósito de hacerle trampas y desorientarla sobre el tablero del ajedrez, como trató de hacerlo aquel caballero medieval en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) de Ingmar Bergman.
También lo intentó mi papá, octogenario, cuando convaleciente y ardiendo en fiebre después de que los médicos le extirparan un riñón, repetía que quería irse para Trinidad y descubrí que lo que realmente anhelaba era poner al mar de por medio creyendo que así la Muerte no lo alcanzaría. Era hacerle trampas a la Muerte, torcer las reglas del juego.
Porque jugar es un conflicto, un permanente combate no solo contra la Muerte sino contra los elementos, contra los abusos del poder, de la ignorancia y de los desalientos. Pero también, y sobre todo, contra nuestros propios miedos, turbulencias de alma, pesadillas políticas y ardores del desamor. Y nos llenamos de júbilo cuando creemos haber triunfado levantándonos del lecho de enfermo sin haber cruzado el mar de la codiciada distancia, pero sin percatarnos de que la Muerte nos está esperando detrás de la puerta, al cruzar el umbral.
En el juego que practicamos al vivir nos obligamos a establecer reglas y acuerdos algunas veces políticos como los que piensan firmar algunos opositores con los jerarcas del chavismo; negociaciones complejas y acomodaticias; y en otras, simples y de fácil cumplimiento.
En la Antigüedad griega las ciudades organizaban juegos en los que participaban atletas, músicos, gente de teatro. Eran festivales dedicados a los dioses y estaban impregnados de un aura sagrada; contribuían ocasional o voluntariamente a disipar fricciones o malentendidos. Algunos países limítrofes suelen arrastrar y dar permanencia a viejos conflictos y rencillas originadas por circunstancias históricas, enojos fronterizos, malhadados comentarios de algún funcionario de alto nivel, como la del conservador presidente colombiano que dijo en una fiesta que Venezuela era una pelea de negros en una bomba de gasolina. En este sentido, se comportan como vecinos distanciados por odios originados en el pasado, pero que mantienen heridas que aún palpitan y supuran. Se trata a veces de sentimientos que niegan o rechazan manifestaciones que habrían podido ejercitar una convivencia apacible y jubilosa. Ocurre entre ciudades vecinas separadas por una calle. Araure y Acarigua, para citar un caso. Se dice que en una se privilegian las bondades de la economía; en la otra, solo el arco iris de las glorias históricas y la calle separa silenciosos pero acechantes rencores. Puede suceder que alguien deseoso de conciliar las dos ciudades inaugure un club que combine en una sola palabra los nombres de las dos ciudades enemigas «Araurigua» por ejemplo, pero en su primera noche y al tercer trago brota furiosa la enemistad, los insultos y trompadas y el club, definitivamente, cierra su puertas.
Hay otro juego en el que el «muerto» del bridge puedo ser yo mismo y no el lector que imagina Christiane Dimitriades. Puede ser que me encuentre en la oposición política y se mantenga en el poder un déspota desorbitado y perverso. Entonces, cambio de silla, me oculto tras la puerta, conspiro, trato de engañarlo, hago trampas, me resisto. Puede ser que el poder se ensañe, me castigue con sádica ferocidad o me obligue a sumarme a una diáspora inhumana; puede ser también que me mantenga indiferente, sumiso y acate las órdenes caprichosas e imperiales del dictador o del caudillo civil y acepte ser no el «muerto» lector a que se refiere Christiane sino un ser infecundo, pasivo y desnaturalizado que perdió su dignidad en un tiempo, en una mesa de juego y con barajas difíciles de distinguir. !Es lo que no ocurrirá! Contrariamente, doy impulso y estímulo a Ulises un nuevo gesto de civilidad que hará posible que el país venezolano regrese a su caudal.