Salvo en países como Taiwán, Corea del Sur, Portugal, Grecia, Israel y algunos pocos más, la pandemia ha tenido un efecto inesperado: ha mostrado, incluso en gobiernos de grandes países, la existencia de numerosas debilidades para afrontar la emergencia sanitaria. Países que, suponíamos, debían estar mejor preparados para responder a esta contingencia, o simplemente no lo estaban, o lo estaban de forma muy precaria.
La lentitud y titubeo en las decisiones, la carencia de insumos y equipos necesarios, las contradicciones entre unos funcionarios y otros, las ineficiencias en la gestión, entre otros, son las expresiones de, al menos cuatro fenómenos que merecen ser analizados. Son capítulos sobre los que autoridades, planificadores y expertos podrían reflexionar, dado que, como han advertido algunos académicos, la probabilidad de una próxima pandemia debe ser considerada. Ahora mismo, mientras se combate la que está en curso, toca comenzar a prepararse para la que podría aparecer posteriormente.
El primer fenómeno que llama la atención es la dificultad de comprensión que se produjo en muchos gobiernos. Son llamativos los casos de países donde expertos epidemiólogos, centros científicos y universidades, observatorios u organismos de inteligencia, anunciaron la aparición del virus y la inminente epidemia y no fueron escuchados. Peor aún. Ahora que la pandemia está mostrando sus secuelas más feroces, han comenzado a reaparecer las informaciones que, publicadas en diciembre de 2019 y los primeros días de enero de 2020, informaban lo que estaba ocurriendo y advertían del peligro de un virus “altamente contagioso”, con capacidad de moverse a una velocidad insospechada.
Esta dificultad de comprensión de los gobiernos reproduce una tendencia propia de las organizaciones, e incluyo en ello a las empresas y corporaciones privadas: un excesivo apego a las rutinas, una desmedida concentración en los aspectos burocráticos de la gestión, una sobrecarga de tareas de carácter administrativo y una falta de conexión con el entorno, generan una cultura que se desconecta del exterior y, en consecuencia, de los peligros y los cambios que se producen fuera de ellas. Como en las empresas, también los gobiernos sufren los padecimientos de la visión endogámica de la realidad: se concentran en sus asuntos y pierden la destreza para mirar más allá de sí mismos.
Un segundo fenómeno o colapso, del que todos hemos sido testigos, en alguna medida, se refiere a la primera reacción de los gobiernos: muchos de ellos minimizaron el peligro, repitieron la aseveración ̶ cuyo impacto negativo en la propagación del virus debe haber sido considerable ̶ , que afirmaba que el COVID-19 era como una gripe. Mejor dicho: otra gripe. Varios mandatarios hicieron chistes. López Obrador, por ejemplo, sugirió que el pueblo mexicano disponía de condiciones genéticas que le permitirían sortear la amenaza y salió a la calle a repartir abrazos, desafiando la premisa del distanciamiento social. Esta relativización o minimización del peligro, en muchos casos, fue seguida por la implantación de medidas y prohibiciones severas, lo cual hace patente la fragilidad institucional de los gobiernos: saltan de un extremo al otro, sin preguntarse por las secuelas que esto tiene en los ciudadanos.
El tercer fenómeno que deseo consignar, relacionado con los dos anteriores, y del que España es un representante nato, es el colapso del liderazgo gubernamental. Respuestas llamativamente tardías; decisiones irresponsables (el costo humano y sanitario que tiene la concentración en Madrid del 8 de marzo, cuando el virus era una realidad inequívoca, es uno de los grandes asuntos pendientes de la política y los tribunales de España); las contradicciones dentro del propio gobierno que trascienden a la opinión pública; la toma de decisiones irreflexivas, que deben ser reconsideradas puesto que las mismas son inviables; la imposición de lo político por encima de las exigencias de orden sanitario; la práctica de culpar a otros por los propios errores cometidos: estos, y muchos otros que cabría consignar aquí, son elementos de un posible expediente, que nos remite a la cuestión de las debilidades del liderazgo y capacidades profesionales de gobiernos como los de España.
Estos tres colapsos señalados hasta aquí -el de la comprensión tardía de la crisis; el de la primera reacción, que consistió en minimizar el peligro; y el de un liderazgo gubernamental de actuación errática, carente del sentido de responsabilidad que la situación exigía- derivan y confluyen en el cuarto y obvio al que me quiero referir: la debacle de las comunicaciones gubernamentales. En España y también en otros países, las autoridades se han mostrado titubeantes, inseguras y, lo más esencial, carentes de una posición que transmita claridad de propósitos y certidumbres a sus ciudadanos. Muchas cosas podrían añadirse a este comentario, como, por ejemplo, el relativo a los usos políticos de la pandemia, o la manifiesta irresponsabilidad de lo que cabe llamar el liderazgo mediático, es decir, anclas y corresponsales que, en las primeras semanas de la pandemia, usaron sus micrófonos para relativizar o minusvalorar el avance de la enfermedad.
A todo ello hay que agregar todavía la que debe ser la más grave de las taras comunicacionales: el impulso de mentir y ocultar el progreso de la pandemia, cuando, lo suscriben los médicos, una de las herramientas más eficaces para combatir la expansión vírica consiste en informar, de modo claro, preciso y a tiempo, cuál es el alcance de la población afectada, dónde hay contagios, cuáles son las áreas y lugares donde el peligro se incrementa y más. En los países en que ha prevalecido la tentación de ocultar, pervertir o simplemente negar la realidad, el resultado ha sido semejante: los hechos terminan por imponerse y saltan a la vista de todos.