OPINIÓN

El coronavirus llegó a la Amazonia

por Ernesto Andrés Fuenmayor Ernesto Andrés Fuenmayor

Es un hecho conocido que fueron las enfermedades traídas por los colonizadores españoles, no sus lanzas, las que causaron los mayores estragos entre aquellos indígenas del siglo XVI. El número de fallecidos es un tema debatido, pero comúnmente se estima que 95% de la población aborigen murió padeciendo viruela, gripe, fiebre tifoidea y demás. El autor cubano Carlos Alberto Montaner estipula en su libro Las raíces torcidas de América Latina‘ que cerca de 25.000 españoles se apoderaron de un territorio que contaba con casi 30 millones de habitantes, hazaña imposible de no haber sido por el factor epidémico.

Podemos imaginar que las enfermedades del hombre blanco desempeñan un papel aterrorizante en el imaginario colectivo de las poblaciones originarias latinoamericanas. En la actual pandemia tienen que enfrentar una vez más a ese enemigo histórico, lo cual va a ser un reto inmenso sobre todo en países como Brasil. Allí convergen la Amazonia, la selva tropical más biodiversa del planeta, y Jair Bolsonaro, un analfabeto ecológico plagado de prejuicios étnicos.

La mayoría de los 400 pueblos indígenas amazónicos están en territorio brasileño. Frecuentemente tienen la intención de vivir aislados, adentrados en la selva, pero las incursiones de la minería ilegal lo hacen imposible. Desde el Ejecutivo, Bolsonaro aplaude dicha práctica, y en los últimos meses han aumentado considerablemente las denuncias de invasiones. Esto, aunado con el desmantelamiento de los órganos de protección indígena y el trato desinteresado que el gobierno da a la pandemia, termina creando un ambiente potencialmente catastrófico. Debido a la carencia de planes preventivos a nivel nacional, la agrupación local Unijava tuvo que presentar una demanda ante un tribunal hace pocos días para impedir que misioneros evangélicos entraran a territorios aborígenes en el Valle del Javari (Brasil). Temiendo un genocidio, los representantes lograron forzar esta sentencia sin precedentes. Pareciera que van a ser estas iniciativas, y no el gobierno nacional, las que van a salvar vidas en la Amazonia.

Cerca de veinte casos y tres fallecidos se han reportado ya entre las poblaciones indígenas brasileñas (19 de abril). Un contagio desbordado sería letal. Ya se vio un caso similar a finales de los ochenta cuando miles de yanomamis murieron contagiados con enfermedades que mineros ilegales trajeron a la selva. Los sistemas inmunes de los aborígenes se desarman frente a las infecciones extranjeras. Además, sus tareas cotidianas exigen trabajo colectivo, y las condiciones materiales no permiten llevar a cabo un distanciamiento social estricto.

Los indígenas son parte esencial del mosaico cultural latinoamericano. La variedad lingüística, la tradición musical, sus mitologías y demás elementos contrastan con la homogeneidad de la cultura occidental, tan grecorromana, tan judeocristiana. Simbolizan, además, de manera obvia esa conexión con el mundo natural que la alienación urbana nos ha quitado.

Jair Bolsonaro representa esa homogeneidad, esa alienación, ese pragmatismo genérico que llama progreso a la destrucción ciega del entorno natural. Todos los ministros del Medio Ambiente brasileños que siguen con vida, exceptuando al actual, dieron una rueda de prensa hace poco menos de un año denunciando que Bolsonaro estaba desmantelando los avances hechos en política ecológica en las últimas décadas. Observan aterrorizados cómo su esfuerzo colectivo se desvanece ante la ambición desbordada de este Trump tropical.

La desaparición de tradiciones culturales milenarias constituye una tragedia que se debe evitar a toda costa. La responsabilidad recae sobre ONG, organismos internacionales, medios de comunicación y la ciudadanía. Defender estos focos de diversidad cultural debe ser prioritario, sobre todo cuando sabemos que las autoridades locales no tienen tan siquiera la voluntad de establecer planes preventivos.