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El corazón

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Uno dice con naturalidad que alguien tiene “buen corazón”. Cuando hay crueldad decimos muy intuitivamente que la persona en cuestión “no tiene corazón”. Algo así sucede cuando leemos las noticias sobre la grave violación de los derechos humanos en los últimos días. Lo sufrido por el capitán Acosta y por Rufo Chacón parece perpetrado por hombres difíciles de conmover. No digo que inconmovibles, porque eso solo lo sabe Dios, pero tanta maldad, por lo pronto, nace de corazones endurecidos, de hombres que parece que no sienten.

Hay gente estremecida e indignada y esto muestra que en la sociedad hay reservas de bondad. Lo triste es que tengamos que recordar lo que es y no es humano con el terrible contraste del cinismo.

El corazón se ha asociado siempre con lo más íntimo del hombre. Es ese fondo del alma de donde salen nuestros gemidos, nuestros anhelos, nuestros deseos y nuestra sed de justicia. Es ese “núcleo del hombre”, esa “profundidad misteriosa” (Dietrich von Hildebrand, en El corazón) desde la que respondemos afectivamente a Dios y al prójimo mostrando lo que somos. Por eso la dureza, lo más contrario al amor, es lo más cercano a la “falta de corazón”, a la inhumanidad de la que somos testigos y no deja de asombrar.

Hay experiencias que quitan como un velo de los ojos. La enfermedad en todas sus formas es una. La muerte es tal vez la más fuerte. Pero, mientras vivimos, todo encuentro con la insuficiencia humana araña el alma. De entre todas las vivencias, la injusticia es una de las duras. Se trata de situaciones que nos hacen tocar nuestra finitud, nuestra pobreza, pero que también nos llevan a saborear que hay otro tipo de salud, otro tipo de vida, de riqueza, de amor y de justicia, que elevan nuestra condición humana a más altas posibilidades. Nuestras limitaciones nos abren al fondo del alma y a un amor que sana todas las heridas. La injusticia, de entre todas las experiencias, es muy agria y al que la sufre le lleva a descubrir en lo más íntimo gemidos desconocidos, gemidos que nacen de una intimidad muy honda que clama al cielo.

Los disparos a los ojos de un muchacho, la tortura y la muerte del capitán Acosta, por hacer solo referencia a lo ocurrido en estos días, son sucesos que dejan un sabor amargo en la sociedad. Ver la crueldad de frente espeluzna, pero, justo por ser tan fuerte, el contraste lleva a desear el bien y a descubrirlo en los que se conmueven. Uno no puede sino desear que se haga justicia no solo en estos casos, sino en tantos otros no narrados. Algo necesario para que haya paz en una sociedad, pues los crímenes de lesa humanidad atentan contra los valores más sagrados de la vida y de la dignidad humana. Mientras tanto, que la impotencia redunde en una espiritualidad más honda, de modo que sea el Espíritu el que gima por nosotros.

La experiencia del mal es muy dura, pero toca fondo en el límite en que el hombre se resiste a la disgregación, pues en las profundidades del alma late el bien que impulsa a reaccionar. Por eso el dolor es siempre el catalizador de los grandes cambios. Por eso los tiempos muy críticos dan también mucho fruto si nos dejamos conmover.

Desde que Caín mató a Abel se nos recuerda que estamos llamados a ser guardianes de nuestros hermanos. No sus asesinos.

 

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