Para una víctima cuyos derechos han sido vulnerados, su urgencia en recibir atención, respaldo y justicia contrasta con los lentísimos tiempos internacionales, plagados de retórica, diplomacia y negociación. Más aún si la discusión se lleva a cabo en un espacio donde confluyen tantos intereses, como lo es el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Igual sucede con los defensores y activistas a cargo de alertar, documentar y transmitir sus denuncias a todo un abanico de actores internacionales claves (sean estos representantes gubernamentales de otros países, funcionarios internacionales, o sus homólogos internacionales de la sociedad civil) tratando de incidir para que la diplomacia avance más rápido y concrete soluciones.
Es doloroso para quienes esperan justicia y reparación, y, frustrante y agotador para quienes realizan este ejercicio una y otra vez, sin constatar resultados.
Recientemente, el pasado 5 de julio, el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, presentó el informe sobre Venezuela que le había solicitado el Consejo de Derechos Humanos a través de la resolución 51/29, y en el que se le pedía que examinara exhaustivamente el cumplimiento de Venezuela con recomendaciones que se le habían formulado en informes anteriores. Es decir, más que una actualización de la situación (que también le fue encargado en el mandato) este informe debía concentrarse específicamente en dar a conocer al resto de los Estados miembros y al sistema universal en general, la disposición que tiene el régimen en cumplir con las recomendaciones registradas hasta el momento, desde que se iniciaron las investigaciones a Venezuela en 2017.
Si bien el informe se quedó bastante corto en ese sentido, manteniendo una línea considerada “balanceada” (bastante parecida a la de Bachelet, por cierto) en la que dan como bueno los supuestos avances señalados por la representación venezolana, sí señaló, sin embargo, cómo no han sido tomadas en cuenta recomendaciones en materia de justicia, seguridad ciudadana y espacio cívico, así como la asesoría técnica impartida por la propia Oficina del Alto Comisionado en Caracas. Según la ONG venezolana Provea, el informe exhorta, insta, alienta, reitera –al menos 35 veces– a las autoridades venezolanas para que cumplan con sus obligaciones internacionales, expresadas en las recomendaciones hechas por los funcionarios internacionales.
Pero quizá lo más relevante no sea lo que no se investiga con profundidad, o se expresa con timidez, sino cómo el sistema internacional de protección de los DDHH y el sistema de justicia penal internacional se comunican entre sí y en definitiva complementan. Por supuesto que tal relacionamiento no es casual, y obedece a la naturaleza misma de las funciones que desempeñan las distintas instancias. Sin embargo, en el caso de Venezuela, cobran particular importancia porque podrían responder a la falta de cooperación del régimen con las organizaciones internacionales y su evidente desinterés en concretar políticas de protección y promoción de derechos humanos, así como a la ausencia de medidas creíbles que garanticen un sistema judicial independiente que castigue a los perpetradores de estos crímenes y promuevan un Estado de Derecho.
Por cierto, que también puede ser una respuesta al dilema del prisionero en que se encuentra la Oficina del Alto Comisionado, que, si avanza una investigación más contundente y completa, sus funcionarios corren el riesgo de terminar siendo expulsados del país, como sucedió en Nicaragua. De esta manera, la Oficina del Alto Comisionado opta por coordinarse más estrechamente con otras instancias lo cual le permite monitorear, contrastar y presionar de manera más eficaz.
Esto no es del todo nuevo, ya en 2017 el entonces alto comisionado Zeid Al Hussein alertaba a través de su primer informe que en Venezuela podrían estarse cometiendo crímenes contra de lesa humanidad. Más adelante, en 2018, la entonces fiscal de la CPI, Fatou Bensouda, indicaba en su informe de fin de año que había recibido los informes examinados en el Consejo de Derechos Humanos, pero que por la metodología (que no es igual a la del establecimiento de un caso penal) y la cantidad de información contenida en ellos, se hacía imposible evaluarla toda para definir su pertinencia en relación al caso Venezuela I bajo investigación preliminar.
No obstante, tal como me lo resaltaba Marino Alvarado, coordinador de Exigibilidad de Provea, cinco años más tarde, este último informe de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU, pone de manifiesto esta relación de cooperación, toda vez que describe expresamente para los miembros del Consejo el proceso que está llevando a cabo la Oficina del fiscal Karim Khan, de la CPI, así como la reanudación de la investigación debido a que los “esfuerzos y reformas realizados (por Venezuela) seguían siendo insuficientes en su alcance o aún no habían tenido un impacto concreto en los procedimientos potencialmente relevantes en el sistema nacional”. Así mismo, la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos “alienta a las autoridades venezolanas a cooperar plenamente con la Fiscalía de la CPI (OTP) en el marco del Estatuto de Roma y de la aplicación de los Memorandos de Entendimiento celebrados entre el gobierno y el OTP.” Esto, como expresaba Marino Alvarado, además coincide sin decirlo expresamente con lo señalado ya con anterioridad por otra instancia que investiga las violaciones de los derechos humanos con miras a establecer responsabilidades, como es la Misión de Determinación de los Hechos, con lo cual, queda clara la comunicación y concordancia entre ellos.
En ese mismo orden de ideas, la Misión de Determinación de los Hechos (encargada por el Consejo de Derechos Humanos de investigar e informarlo acerca de las detenciones arbitrarias, las torturas, las desapariciones forzadas, y las ejecuciones extrajudiciales cometidas en Venezuela a partir de 2014) en su primer informe presentado en septiembre de 2020, recomendaba a los Estados y a otros actores Internacionales, hacer uso del principio de Justicia Universal como principio de aplicación de la jurisdicción extraterritorial para evitar la impunidad y, de esta manera, llevar a la justicia a perpetradores de crímenes contra la humanidad en aquellos países donde se aplique este principio. Tres años más tarde, es decir hace poco más de un mes, la Fundación George Clooney por la Justicia, junto con Amnistía Internacional, presentaron una denuncia ante los tribunales de Argentina contra Venezuela por la comisión de sistemáticas violaciones de los derechos humanos que constituyen crímenes de lesa humanidad, toda vez que se trata de un ataque sistemático y generalizado contra la población civil, orquestado por la jerarquía de las fuerzas de seguridad venezolanas, también identificadas en la denuncia. El juez de la causa pidió opinión al fiscal federal Carlos Stornelli, quien el 12 de julio pasado elaboró un dictamen basado en las pruebas sometidas y concluyó que sí había lugar a una investigación bajo el principio de la jurisdicción universal.
A pesar de que en su dictamen señala ya a los presuntos responsables –una docena de efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana, desde los mandos altos hasta los mandos intermedios y bajos– solicitó, sin embargo, la colaboración de la Fiscalía de la CPI para que remita copias de casos relacionados con la muerte de Geraldine Moreno Orozco y José Alejandro Márquez Fagúndez, a fin de abrir una investigación penal. Asimismo, pidió la cooperación internacional del Consejo de Derechos Humanos, instancia a la que le solicitó le remitiera los informes realizados sobre Venezuela hasta la fecha como parte del proceso de recaudación de pruebas.
Por supuesto, el fiscal Stornelli también solicitó a la Fiscalía venezolana toda la información relativa a la cadena de mando de la Guardia Nacional Bolivariana involucrada en ambos casos, y solicitó a los hospitales donde fueron atendidas las víctimas, así como a las notarías, los registros, la morgue y todos aquellos organismos involucrados en el establecimiento de los hechos, las partidas de defunción, las experticias forenses, y demás documentos que son necesarios para el esclarecimiento de los hechos y el establecimiento de responsabilidades.
En conclusión, a pesar de estos procesos de negociación lentos, retóricos, de la diplomacia, a pesar del vocabulario a veces extremadamente genérico, dócil y complaciente, el sistema universal de derechos humanos junto con el sistema de justicia internacional trabajan de manera complementaria y continúan avanzando, haciendo uso de las vías a su disposición para que, más temprano que tarde, se haga justicia y se garantice la reparación de las víctimas.
Y es allí donde empezamos a ver resultados concretos.