OPINIÓN

El concilio cadavérico

por Laureano Márquez Laureano Márquez

Juicio al papa Formoso. Pintura de Jean-Paul Laurens

Uno de los hechos más insólitos de la historia del papado es el juicio post mortem realizado al papa Formoso, pontífice entre los años 891 y 896. Lo peculiar de este proceso judicial es que se realizó de manera presencial, es decir, el cadáver del papa fue sacado de su sepultura, vestido con los ornamentos pontificios y sentado en un trono para que escuchara las acusaciones que se hacían en su contra. Al parecer guardó silencio durante todo el proceso, dando pie a que se le aplicara el principio de que «quien calla, otorga» y por tal razón fue condenado.

Formoso se había hecho parte –como otros papas de su tiempo– de las disputas que protagonizaban las familias nobles de Italia por imponer su primacía en la región.

A su muerte, una de las facciones a las que él se había opuesto se hizo con el poder y el control de Roma. Esto propició que el papa Esteban VI, partidario del nuevo bando, accediera realizar tan extraño juicio. Los relatos del hecho son grotescos: el cuerpo de Formoso, que llevaba nueve meses de fallecido y sepultado, fue llevado a la Basílica Constantiniana donde se le amarró a una silla, no tanto por temor a la fuga sino para mantenerle erguido.

Luego de su condena por el sínodo, fue despojado de las sagradas vestiduras y se le amputaron los tres dedos con los que impartía las bendiciones. Su pontificado se anuló y, consiguientemente, todos sus actos como cabeza de la Iglesia. Su cadáver fue lanzado a la «fosa de los condenados y desconocidos» y finalmente a las aguas del Tíber, para que desapareciera para siempre.

Según la leyenda, su cuerpo fue a dar a las redes de un pescador que lo mantuvo oculto. Años más tarde los vientos de la política italiana volvieron a cambiar y Formoso fue restituido y volvió a San Pedro donde reposa aún hasta nueva disposición judicial.

Como parte de su sentencia, Formoso fue sometido a la denominada damnatio memoriae, sanción propia del derecho romano que consistía en borrar todo recuerdo del condenado. Esto incluía la demolición de monumentos, el retiro de inscripciones y, en algunos casos, incluso la prohibición de la mención de su nombre. Esta práctica del Senado romano, de la que Esteban VI echó mano para condenar a su antecesor, no era exclusiva de Roma, también había sido puesta en práctica en el antiguo Egipto. Tampoco es privativa del mundo antiguo y de la temprana Edad Media.

En tiempos mucho más recientes, dictadores como Stalin, el tipo de bigotes que es igualito al Esteban que conocemos, borró de la historia, e incluso de las fotografías, a los compañeros revolucionarios que se le opusieron. Ya se sabe que era un personaje de malas purgas.

Un cuadro del francés Jean-Paul Laurens muestra la escena del papa vivo acusando al difunto. Si más de mil años después podemos hablar de Formoso es porque la damnatio memoriae de Esteban VI no fue tan exitosa. Quien esto escribe es enemigo del olvido.

Ciertamente, no hay que llegar al extremo de desenterrar a ciertos personajes para sentarlos en el banquillo, más aún si uno no sabe exactamente dónde está el cadáver. Lo que sí hay que hacer, cada día que se va al mercado y se padece la inflación galopante, o cuando en la estación de servicio del país con las mayores reservas petroleras del planeta no se puede poner gasolina, es sentar en el banquillo de la conciencia al causante de tantos males, no con el fin de borrar su memoria sino, al contrario, para tenerle muy presente y condenarle con la finalidad de que nunca más algo así vuelva a sucedernos.

Artículo publicado en TalCual