Frente a pueblos hambrientos y enfermos, siempre hallaremos regímenes despóticos perpetuándose mientras divulgan ser propietarios de los Estados de las naciones. Ha sido una tragedia histórica [de asombrosa magnitud] el regocijo de analfabestias alzadas con poder que se autocalifican «progresistas». Inclusive, intelectuales cuyas opiniones leo en las redes de disociados, se refieren a los ultrajadores del colectivismo violento como progresistas. Inconcebible y disparatada semejante monserga. Todo concepto lo es virtud a un orden que le precede. Enfilamiento de ideas conexas es ilación, coherencia. Imposible que exterminadores de avances educativos, culturales, científicos, tecnológicos y humanísticos, en general, merezcan el calificativo de «progresistas».
Sucede con más inferencias en boga política. La Organización Mundial de la Salud denuncia que la dictadura venezolana ha cometido delitos de lesa humanidad, pero, poco tiempo después, acepta que los criminales tengan representación en el Consejo de los Derechos Humanos. Los asesinos de pueblos tienen la suficiente representatividad internacional para ser tratados idénticos a héroes. Se les invita a ofrecer discursos en asambleas generales y viajan, sin ser arrestados, a pesar de que Estados Unidos ofrece millonarias recompensas en dólares a quienes los capturen.
Individuos que roban riquezas en distintas repúblicas y matan ciudadanos indefensos, con insólito desparpajo distinguen más que académicos, campesinos, artistas, poetas y escritores. Los miembros de carteles son, con ansiedad, promovidos por medios de comunicación porque «son noticia». Hace pocos días acompañé a una dama a inscribir a su hija en el curso que acaba de comenzar en un liceo, situado en el área de mi residencia. Pregunté a una docente sobre la biblioteca, a la cual, hace varios años, doné libros de literatura [incluí algunos de mi autoría]. Expresé mi interés en retirar un ejemplar de mi libro Cuentos escogidos, publicado por Monte Ávila Editores Latinoamericana (1995). Pretendo digitalizar esas narraciones.
Mi amiga, su hija y yo fuimos conminados por la subdirectora a abandonar la biblioteca. Sin dar explicaciones, nos advirtió que tenemos prohibido visitar el lugar y ordenó que nos retirásemos. Quedé impactado. Todavía intento hallar una respuesta inteligible a ese atropello. Escribir libros, publicarlos y donarlos a una biblioteca constituye un delito en un país que tuvo por nombre Venezuela.
Sin dudas, el comportamiento de la subdirectora de ese liceo prueba el inmenso daño moral y material que el «socialismo»-«terrorismo» nos inflige a los ciudadanos que resistimos en este malogrado territorio.
Hace décadas se decía que la inversión de valores morales declinaba ante los hábitos y costumbres impuestos por los políticos y el malandro, ambos con indiscutible parentesco, exaltados en telenovelas de vasta difusión en canales de televisión. En estos tiempos aciagos la vulgaridad es preponderancia.
@jurescritor