“No hay comprensión allí donde uno se dedica a ver si
atrapa de antemano lo que se le quiere decir, afirmando
que ya lo sabía”.
Hans-Georg Gadamer
Según Kant, un concepto se hace conocimiento cuando se refiere a una intuición y da cuenta de su objetividad. El juicio es la cópula, la unión que posibilita el reconocimiento de que “esto” es “un río”, “un árbol”, “una montaña”, etc. No sin razón, Hegel afirmaba que todo conocimiento es, en realidad, un reconocimiento. El conocimiento es, pues, la unidad del concepto y la intuición mediante el juicio. Y este es, por cierto, el trabajo de la reflexión del entendimiento: la facultad de predicar. De ahí que, para Kant, el entendimiento esté en capacidad de definir, trazar y clasificar, en una suerte de “tabla periódica”, todo tipo de juicios posibles, incluso antes de llegar a presentarse la necesidad de convalidar lo predicado. Es por eso que el catálogo trazado por el autor de la Crítica de la razón pura, establece la existencia de juicios de cantidad, calidad, relación y modalidad. Los juicios de cantidad pueden ser universales, particulares o singulares; los de calidad afirmativos, negativos o infinitos; los de relación categóricos, hipotéticos o disyuntivos; y, finalmente, los de modalidad pueden ser problemáticos, asertóricos o apodícticos.
En todo caso, y más allá de las particulares dificultades que presenta la sólida estructura de la arquitectónica kantiana, especialmente para el lector no familiarizado con el tema, conviene hacer notar que -como apuntaba Adorno- si el tipo de conceptos que se difunden de continuo a través de redes y medios de comunicación e información se revisten de la figura de los juicios apodícticos, con el propósito de venderse como un tipo de afirmación que no admite discusión alguna, dado que comportan una “verdad necesaria”, los regímenes de fundamento gansteril terminan haciendo de esta modalidad del juicio un recurso fundamental, a los efectos de manipular la verdad y, con ello, de prolongar su permanencia en el poder. De tal suerte que el peor sentido común, la vulgata criminal propiamente dicha, termina -y lo más indignante, sin tan siquiera tener conciencia de ello- echando mano de un tipo de función lógico-metafísica con el propósito de encubrir la compra y venta de la banalidad del mal. Es así como, por ejemplo, la estructura del juicio apodíctico: “Dios ha de ser bueno, ergo efectivamente lo es”, se convierte en modelo y fundamento de toda posible trastada: “Dejaron que la Universidad Central de Venezuela se cayera a pedazos, ergo nos hemos visto en la obligación de recuperarla”. En suma, le quiebran los brazos y las piernas a la UCV para luego ofrecerle un par de muletas, en un gesto de suprema humanidad.
La transmutación de la lógica en mímica es, más que su reducción al instinto del primate, un acto de calculado malabarismo demagógico, por cierto, muy característico de los regímenes despóticos. Hace apenas unos días, el mayor general Hugo Carvajal, exjefe de los servicios de inteligencia y contrainteligencia del gansterato que ha conducido a Venezuela, alevosa y premeditadamente, a la mayor ruina material y espiritual de toda su historia, afirmó –prueba en mano– que tanto Chávez como Maduro habían perdido las elecciones contra Henrique Capriles Radonski. Es decir, que a estas alturas de la gravísima denuncia hecha por Carvajal la llamada “dirigencia de la oposición” venezolana, reunida en la “plataforma unitaria”, no haya elevado su voz de protesta ni haya convocado a una gran concentración nacional, deja mucho qué pensar. Más aún, cabe recordar que el señor Capriles es en la actualidad el mayor entusiasta y promotor de las elecciones regionales y municipales que adelanta el régimen, interesado como está en “lavarse el rostro” frente a la comunidad internacional. No obstante, cuando se dicen estas cosas abiertamente, saltan de inmediato, armados con ese peculiar “modelo” de “juicios apodícticos” que harían que la tumba de Kant entrara en erupción volcánica: “¡esa es, necesariamente, la posición de la antipolítica!”, “¡atentan contra la unidad!”, “¡eso es abstencionismo!”, “Y, ¡bueno!, si no votamos, entonces no somos demócratas, así que diga usted, ¿qué otra opción tenemos?”. En fin, la cópula del juicio devenida prejuicio.
Noam Chomsky, ese curioso lingüísta que ama escindir lo que piensa y lo que dice, ha señalado recientemente que el Estado de Israel sufre del “complejo de Sansón”, porque su superioridad física, aunada a su ira y sed de venganza, lo están conduciendo no solo a la brutal liquidación de sus enemigos sino a la suya propia. Mutatis mutandi, el juicio de Chomsky parece servir para comprender no sólo lo que va quedando de la autonomía universitaria, sino, además, del nervio central de lo que en alguna época fuera la más multitudinaria, aguerrida, alegre y colorida oposición venezolana. La “cópula”, entre lo uno y lo otro, pareciera ser esa “irreversible” operadora de la gansterilidad que atiende al nombre de Tibisay Lucena. ¡Vaya personaje! Y es que pareciera como si el greñudo y cegado fantasma de Sansón hubiese esperado el momento indicado para romper en dos el magistral techo de la pasarela que conduce desde las Tres Gracias hasta los jardines custodiados por Anfión, ya enloquecido y dispuesto también a destruir el templo de Apolo, para luego ser arrojado con él al Tártaro.
La UCV no es “el reflejo de Venezuela”, sino la médula espinal venezolana. Su ruina es la ruina entera de Venezuela. Si todo este tiempo el señor Capriles y sus aliados –los mismos creadores de “el tiempo de Dios es perfecto”, “la esperanza es lo último que se pierde”, “sí o sí” y “el miedo es libre”, entre otras frases célebres– se hubiesen percatado de que lo que consideran apodícticamente como la “antipolítica” es en realidad la negación determinada de la política, el otro de aquel otro, la imagen invertida del sí mismo de la política y, por ende, su propio correlato, ya hubiesen logrado tejer –guiados por Penélope y no por Dalila– una inmensa red –una auténtica maraña– de resistencia civil, ciudadana. Tan poderosa que, para estas fechas, ya los gansters se encontrarían presos y cumpliendo con su mayor labor: la de pagar sus fechorías para poder restituir la propia dignidad y, con ella, la que le arrebataron con tanta saña a todos los venezolanos. Tal vez, con los gansters tras las rejas, quizá la reconstrucción de la libertad, la educación y el progreso económico y social ya no serían más un anhelo, una vana y utópica esperanza, sino una realidad concreta y efectiva.
@jrherreraucv