Tres puntos básicos permiten entender de qué se trata el impeachment contra Donald Trump, actualmente avanzando en la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos. Para empezar, el impeachment es un juicio político. Los aspectos propiamente jurídicos son secundarios. Por otra parte, la Constitución de Estados Unidos indica que un presidente sólo puede ser destituido si se confirma que ha cometido muy serios crímenes. Por último, aún si los representantes votan a favor de una condena preliminar, el Senado tiene la potestad de rechazar el proceso y ponerle fin. Un Senado controlado por los republicanos no pareciera tener interés en colaborar con los demócratas para acabar con Trump. Por lo tanto, todo esto parece destinado al fracaso.
El juicio a Trump se ha convertido en un circo. La verdad es que el crimen de Trump fue ganar la elección de 2016. Muy pocos lo esperaban, Hillary Clinton parecía destinada a triunfar, y la noche de su derrota se enfriaron decenas de fiestas celebratorias en Washington. Basta con echar un vistazo a las reacciones de los comentaristas de las grandes cadenas de televisión, accesibles en Youtube, para comprobar la intensidad de la sorpresa y el insoportable dolor que experimentó un sector mayoritario de los medios de comunicación estadounidenses, estrechamente vinculado a los demócratas.
Desde ese día, Donald Trump ha sido considerado por los derrotados como un reo de la justicia, condenado a la defenestración. Cabe repetirlo: el crimen de Trump es ser presidente electo legítimamente, según lo establece la Constitución, a pesar de las ilusiones, sueños y planes del Partido Demócrata y sus aliados en los medios de comunicación y la burocracia del Estado, que incluye agentes politizados en organismos de inteligencia como la CIA y el FBI.
¿Recuerdan los lectores el llamado Rusiagate? Al día siguiente de su victoria, comenzaron los rumores que denunciaban la elección de Trump como fraudulenta. Pronto se regó la especie de una presunta intervención de Rusia en el proceso. Es obvio: un triunfo tan sorpresivo y decepcionante para los demócratas tenía que ser producto de una conspiración, de un complot o de una trampa, pero nunca de una decisión honesta de la gente. La culpabilidad de Trump trascendía los hechos y se ubicaba en el terreno de lo inconcebible.
Luego de tres años de investigaciones y denuncias, de millones de dólares invertidos y de incontables espacios de televisión, radio, redes sociales y páginas de periódicos, un fiscal especial y su equipo, totalmente parcializados por lo demás, fueron incapaces de hallar alguna prueba del Rusiagate y las acusaciones contra Trump. El fiscal Mueller y su grupo quedaron expuestos no propiamente como inútiles, sino lo que es peor, como títeres.
¿Y ahora qué? Los demócratas abandonaron Rusia y aterrizaron en Ucrania. Nadie entiende en realidad cuál es el nuevo crimen que, según afirman, cometió Trump, pero el circo está montado y la Cámara de Representantes dedica sus energías a ocuparse del tema. Los grandes asuntos que afectan al pueblo estadounidense, los problemas económicos y sociales y los retos geopolíticos alrededor del mundo, pasan a segundo plano, ante la urgencia de hacer un exorcismo a la derrota de 2016 y revertir esa elección.
El impeachment a Trump tiene entonces que ver con el pasado y con el futuro. Con el pasado para vengarlo, y con el futuro para impedir mediante un atajo que Trump repita su victoria, así sea necesario proseguir el rumbo de deterioro institucional que tanto daño hace a Estados Unidos. El pánico ante una posible reelección de Trump, por parte de un Partido Demócrata cada vez más radical y desajustado, es el verdadero secreto del impeachment. Todo lo demás es un circo barato y triste.
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