Cuando la serie Bridgerton producida Shonda Rhimes se estrenó en Netflix en la Navidad de 2021, hubo opiniones encontradas. O mejor dicho, más allá de su suntuosa puesta en escena y magníficos diálogos, toda la atención pareció volcarse en un lugar imprevisible. La adaptación de la saga literaria de Julia Quinn llegó a la pantalla chica como un universo histórico alternativo en que la producción experimentó con la raza de sus personajes a un nivel por completo nuevo. Para sorpresa de la audiencia y de la crítica especializada, Simon Basset, duque de Hastings en plena Inglaterra de la Regencia era interpretado por el actor afroinglés Regé-Jean Page. Pero, eso no era tan sorprendente como que la reina Sophia Charlotte de Mecklenburg-Strelitz (que no se incluye en la versión literaria), también estuviera interpretada por una actriz racializada. Golda Rosheuvel encarnaba a la esposa de Jorge III y su corte era de hecho multiétnica. Lo mismo que la Londres imaginada por la serie.
La decisión del showrunner Chris Van Dusen de crear una línea paralela acerca de sucesos reales, o al menos con una connotación verídica, reavivó el debate sobre la concepción de los detalles específicos de época en argumentos de cine y televisión. De hecho, a medida que la serie abrió su espectro de situaciones y escenas — y mostró a una Inglaterra en la que la raza no parecía ser determinante — el debate sobre lo ficcional se hizo más duro. En especial, porque la controversia pareció apuntar el hecho de que el romance histórico, considerado escapista y superficial, era de hecho una percepción novedosa pero ambigua sobre varios temas en simultáneo.
Desde personajes femeninos con enorme poder, una casta de nobleza que ignoraba o transformaba las condiciones de clase y prejuicio de la Inglaterra que intentaba retratar, hasta la connotación de la política e influencia. Bridgerton no era tan inofensiva ni mucho menos, tan simple como parecía. En realidad, se trata de un discurso que utiliza los puntos más polémicos de su guion para debatir acerca de los prejuicios colectivos. Planteada como una idea ficcional de origen, el argumento analiza una versión sublimada sobre la realidad histórica. De modo que deja claro desde sus primeros capítulos que podría considerarse una versión por completo imaginaria y fabulada sobre una época específica. A los argumentos — en contra y en apoyo — sobre la diversidad y la representación, los productores con Rhimes a la cabeza, insistieron que la ficción “podía tomar todo tipo de salvedades” y que la serie, estaba concebida para crear “incomodidad y preguntas”.
Por supuesto, el argumento despertó una diatriba considerable y no solo en la habitual arena de las redes sociales. La crítica, pero también algunas voces académicas e intelectuales, comenzaron a preguntarse qué tan lícito era el tratamiento de la raza en el programa. En especial, cuando era más torpe que acertado, menos generoso que audaz. El gran consenso parece tener relación con la torpeza con el argumento analizaba la idea de lo étnico y el prejuicio en medio de un escenario de enormes lujos. Para la periodista Carolyn Hinds, que escribió una dura reflexión sobre el tema en The Observer, la gran pregunta no era acerca de la cualidad ficcional o no de la historia. En realidad, lo preocupante se relaciona con la forma en que el programa ignora la raza o en todo caso, le brinda interés solo para que los personajes más importantes o de mayor relevancia, se enfrenten entre sí.
En su artículo, Hinds profundiza en el hecho que la raza, aunque no es un componente esencial en el tejido del programa, sí influye al parecer en la forma en que se analizan sus relaciones. La pareja protagónica es una mujer blanca que debe luchar contra el carácter hostil y frío de su contraparte masculina, un actor de raza negra. Para Hinds, el patrón se repite hasta extremos preocupantes y de hecho la dicotomía del poder en Bridgerton es mucho más compleja que lo parece mostrarse en sus delicados atuendos y diálogos ingeniosos. Para buena parte de quienes analizaron la serie como un fenómeno de masas instantáneo, la gran pregunta fue si sus anacronismos — como versiones de canciones contemporáneas con instrumentos de cuerda, el comportamiento subversivo de sus personajes, modismos idiomáticos, el carácter de algunos de sus rostros más emblemáticos — era una forma de exponer las capas del mundo real bajo el ficcional.
Pero el dilema en Bridgerton va más allá de las decisiones sobre la raza de su elenco, su manera de hablar o comportarse. Parte del debate alrededor del programa, hizo hincapié en que más allá del escándalo o la provocación inherente a un elenco multiétnico, la serie tiene otra intención subyacente. Una y otra vez, se insistió desde su estreno que Bridgerton reflexiona en la cualidad de la raza como un hilo histórico basada en la ucronía. El ya clásico “que pasaría si…” en esta ocasión incluye llevar a la multipantalla teorías sobre secretos cortesanos y sutilezas sociales muy específicas de épocas cuya revisión es mucho más complicada de lo que podría ser a primera vista. De hecho, la serie de Netflix pone de relieve situaciones históricas como la de los nobles “mestizos” o la insistente versión, que apunta a que la reina Charlotte fue llamada “mulata” en más de una ocasión. Una teoría que se sostiene en una amplia investigación realizada por el historiador estadounidense Mario de Valdés y Cocom en 1967. Siempre según el investigador, el árbol genealógico de la reina se extendía hasta Margarita de Castro e Souza, descendiente del rey Alfonso III de Portugal y su amante, Ouruana, una célebre belleza africana llamada por los cronistas de la época “la princesa negra”.
No obstante, y a pesar de sus intentos, el edulcorado y divertido argumento de Bridgerton no parece tener los recursos suficientes para manejar un tema semejante sin caer en la caricaturización. Algo de lo que se acusó a la serie en su primera temporada y que, con el estreno de la segunda, vuelve a ser parte de la discusión sobre el deliberado mundo de fantasía del argumento. En esta ocasión, la diversidad racial se hizo más clara, al utilizar el mismo recurso que los capítulos anteriores, solo que ahora en sus protagonistas femeninas. En esta ocasión, Anthony, el vizconde de Bridgerton (Jonathan Bailey), se enamora casi de inmediato de Kate (Simone Ashley), una mujer angloindia.
Y aunque Bridgerton conserva intacto su fino instinto para la provocación con versiones de Material Girl de Madonna o Diamonds de Rihanna en cuarteto de cuerdas, continúa siendo desconcertante el uso de la raza para apuntar ideas menos sólidas de lo que podría suponerse. De hecho, en esta ocasión, la escenografía, tono y forma del programa cambia para celebrar de manera sutil la herencia étnica de sus personajes principales. Los fucsia, verdes profundos y azul de telas de ensueño envuelven habitaciones con cierto aire oriental, mientras la trama transcurre con una cierta ambigüedad e ingenuidad incómoda. ¿El juego de la raza y la ficción en Bridgerton llegó a su punto más alto? es probable que sí y eso explicaría, la incapacidad del guion para crear una idea más profunda sobre la identidad colectiva a través de sus decisiones particulares sobre el color de piel de sus personajes.
El realismo histórico, el cine y el análisis sobre el contexto
Si algo sorprende de la miniserie Anna Bolena (2021) de Lynsey Miller es su afán de provocar. O mejor dicho, que lo intente y no lo logre. No al menos a través de la historia de una mujer controvertida, tenaz, ambiciosa y al final, trágica que intenta retratar. De hecho, toda la serie británica está más interesada en explotar la polémica antes que narrar una historia; esa condición hace que el argumento sea un poco menos interesante de lo que debería. En particular, cuando la apuesta de Miller es alta. O lo suficiente como para intentar un impacto directo desde las primeras escenas.
De hecho, el análisis de la transgresión acerca de la ficción y el hecho histórico como sustento argumental comienza de origen: Anna Bolena está interpretada por Jodie Turner-Smith, una actriz de ascendencia jamaicana. Más allá de la apariencia de polémica de su selección, es evidente que la directora deseaba que la raza del personaje influyera. Que permitiera a esta Anna Bolena para una nueva generación expresar la idea de la marginación, el dolor y el desarraigo.
Una Anna Bolena de piel negra es sin duda un golpe de efecto que la miniserie trata de aprovechar y capitalizar. No solo como una medida de lo visible e inmediato de la decisión que convierte a la producción en un punto controversial por necesidad o lo que es aún más complicado, en un debate en el que la historia central, no está del todo incluido. A la vez, en la capacidad de subvertir las expectativas sobre cómo narrar la historia en la actualidad. Pero, además, lo hace construyendo una historia a la medida de un rasgo de la historia de Bolena que resulta sobrecogedor.
Una de las mujeres más trágicas de la historia de Inglaterra, es también de poder controvertido. Y la serie lo apuntala al crear una imagen de Bolena en medio de una confrontación violenta con su contexto. La Bolena imaginada por Miller deja claro de inmediato que logró obtener todo lo que posee gracias a la avaricia, manipulación y su indudable destreza con el poder. También, deja claro que está a punto de perder todo por un error o en el mejor de los casos, por un escenario cada vez más claustrofóbico. La serie toma a su personaje central y lo sitúa en la circunstancia más brutal: afligida por el miedo y las presiones externas de una corte hostil, Anna está muy cerca de desplomarse bajo la voluble personalidad de un rey cruel y de los enemigos que la rodean.
De hecho, el guion de Eve Hedderwick Turner toma las decisiones acerca del elenco para apuntalar ideas muy específicas sobre la exclusión y la violencia social. Bolena se enfrenta a la corte que la deplora y a una camarilla de hombres que desean su muerte. Y sin duda, posiblemente al espectador incómodo y desconcertado por la subversión de la imagen histórica del personaje, un hecho que la serie no olvida y apuntala con largos primeros planos y la percepción de la raza como un peso secreto que no se indica ni se señala, pero está presente. La miniserie intenta construir un paradigma a través de esa visión y lograr con toda su fuerza de choque, una reacción.
Sin embargo, no lo logra. Lo que es aún peor, la polémica a marras se convierte en un peso que el argumento no soporta. Como si eso fuera no suficiente, la historia — que no aporta nada novedoso a lo conocido — trivializa la idea conjuntiva sobre la violencia en una época en que la identidad de la mujer estaba supeditada al hombre o aún peor, era un estrato deshumanizado de origen. Anna Bolena, con todo su aire de desafío, tiene poco de contestatario, que carece de las herramientas para sostener su premisa tácita al no resolver la idea sobre la identidad global de su personaje. De una otra u otra forma, la serie se desploma cuando debe mostrar algo más que la polémica. Para el comienzo del argumento, la muerte de Anna Bolena ya es un riesgo previsible. Eso, a pesar que todavía tiene una considerable influencia sobre Enrique VIII. Pero en realidad, Anna debe enfrentar un tablero del poder que se mueve bajo sus pies. Es evidente que la directora toma la percepción sobre la mujer que debe luchar por su seguridad y por conservar sus espacios como una idea al menos, protofeminista. Sin embargo, el guion no logra hacerse los cuestionamientos correctos y desaprovecha su poderosa premisa, en favor de una provocación incesante con un guion que no está a la altura de las ambiciones.
De hecho, el argumento muestra a Anna Bolena en busca de un sentido y un futuro, pero sin que el personaje tenga las herramientas y la concepción sobre el subtexto del poder que detenta. Después de todo, se trata de la reina, la amante que mueve los hilos detrás del poder. Pero Miller, más interesada en mostrar los puntos frágiles de Anna, utiliza la raza de su actriz para recordar la angustia, el miedo y la soledad de los excluidos. A la vez, construye a una heroína de su época. Una que conoce los vericuetos de una corte hostil, que se enfrenta a ella cada vez que puede.
Pero también, la reina consorte es una mente brillante con dotes maquiavélicos. La mujer que sabe la importancia de un heredero varón. Las intrigas que protagoniza Cromwell (Barry Ward) y el súbito favoritismo de Jane Seymour (Lola Petticrew). Pero la historia falla al profundizar en esa figura compleja que se enlaza poco a poco hasta crear una sombra turbulenta de sí misma. El guion sostiene la conexión entre el bien, el mal y lo moral, pero apela con una insistencia casi incómoda, a la Anna imaginada por la premisa de la producción. Una cuya misma apariencia, es la idea básica sobre la marginación en su época. O en todo caso, su capacidad para expresar que el menosprecio que sufre son elementos contra los que lucha sin cesar y en todos los espacios posibles.
No obstante, el guion está más interesado en subrayar que la capacidad de Anna para enfrentarse a sus enemigos no procede de su personalidad, sino de su lado más oscuro y retorcido. ¿Se trata de un guiño a la historia oficial, que insiste en que la reina consorte dependía de su capacidad manipulación para controlar su entorno? No queda claro y mucho menos, cuando el guion subraya que el dominio — sexual y emocional — que Anna tiene sobre Enrique es el punto de interés. La contradicción termina por desmontar todo el intento de la miniserie de contar expresar ideas más concretas sobre el poder femenino o incluso, la percepción de un contexto violento y brutal en el que el personaje debe intentar sobrevivir. Para su tercer capítulo, la provocación sigue ahí, pero también la superficial cualidad de la serie para desconocer su propia identidad.
La Anna Bolena de Miller jugó una maniobra sutil. Intentó crear una discusión ante un punto metaficcional para comprender la historia en pantalla. Pero una pirueta narrativa semejante necesita un guion poderoso que le acompañe y además una condición de poder que lo sustente. Anna Bolena, como producción, carece de ambas cosas. Y lo que más se lamenta es que detrás de la ambición y la osadía haya un entramado vacío. Quizás el punto más bajo de una historia repetitiva, conocida y sin mayor aliciente que termina por decaer hasta el tedio.