La semana pasada de flexibilización volvimos al cine, después de diez meses de paro técnico del sector, por las condiciones radicales del régimen de la cuarentena.
Un confinamiento realmente ingrato y hostil para el mercado de la exhibición en el país, como viene siendo la costumbre del régimen de Maduro sobre la plataforma del espectro audiovisual.
El Estado maneja todo mal, pero se ensaña con los asuntos de la empresa privada, al representar un espacio de digna resistencia y desarrollo en libertad.
Producto de las presiones del gremio, y no de una dádiva sacada de la chistera de algún ministro gris, las películas pudieron proyectarse en las pantallas grandes de Venezuela, por un período de apertura de cinco días.
Los tres principales circuitos recuperaron el contacto y la comunicación con su público natural, disfrutando de un menú de lanzamientos nacionales e internacionales.
Trasnocho Cultural difundió con éxito el largometraje de Anabel Rodríguez, Érase una vez en Venezuela, apoyando su carrera por obtener la nominación al Oscar.
El filme, además, contó con el respaldo necesario de las cadenas comerciales, durante la celebración el 28 de enero del Día Nacional del Cine.
En dicha jornada, asistimos al evento de condecoración de los realizadores de Chacao, organizado por el equipo del alcalde Gustavo Duque.
En tal sentido, tuvimos la ocasión de compartir y entrevistar a varios de los colegas del gremio, como el caso de Bernardo Rotundo de Circuito Gran Cine y del director Alejandro Picó, a propósito del estreno de su ópera prima, Un país llamado El pez que fuma, un documental con testimonios y escenas recreadas.
Al segundo, el creador de la generación de relevo, le transmití el entusiasmo y la aprobación de la crítica de Caracas por la ejecución profesional de su pieza de no ficción, donde un grupo de notables reflexionan y analizan el impacto de la obra maestra de Román Chalbaud.
La cinta compagina las opiniones de Orlando Urdaneta, Pilar Romero, Miguel Ángel Landa, Rodolfo Izaguirre, Haydeé Balza, Thaelman Urgelles, César Bolívar y Mimí Lazo, entre otros.
El montaje de las cabezas parlantes articula un discurso crítico de revisión, dedicado a la trascendencia histórica de un objeto artístico lleno de capas de sentido.
Se desglosan los apartados formales y argumentales de la propuesta de finales de los setenta, en una suerte de detrás de cámaras de tradición y alcance conmemorativo.
Justa reivindicación de un clásico de nuestra modernidad.
A modo de conclusión, las imágenes perfilan un evidente contraste del pasado con el presente. Vemos los lugares y los personajes de aquel esfuerzo colectivo en el tiempo contemporáneo.
Las diferencias son abismales en cuanto a contexto.
Las locaciones del rodaje desaparecieron o se las tragó la accidentada geografía, a consecuencia de erosiones y deslaves trágicos.
Por fortuna, la memoria persiste a través del recurso de la oralidad y el registro correspondiente de las experiencias de vida.
Si bien aprecié el acabado plástico y conceptual, solo extrañé un cuestionamiento necesario del dramático devenir en la filmografía del homenajeado, cuya trayectoria de las últimas décadas, al servicio de la tiranía, empaña y opaca sus logros del pretérito. No olviden los desastres de El Caracazo, Días de poder, Zamora, La planta insolente y demás encargos hechos a la medida de los impostores de la quinta república.
Seguramente se quiso respetar demasiado la concepción idealizada del biografiado. Un problema de fondo en los guiones del género, exentos de cualquier disonancia.
De cualquier modo, Un país llamado El pez que fuma servirá de guía para ilustrar el empeño creativo de un realizador en su momento de esplendor y gloria.
Por último, Cines Unidos y Cinex regresaron al ruedo con Tenet, Blodshoot, Unidos y La cacería.
Compramos el ticket para descubrir los dilemas de la brutal película de terror, gestada por la casa Blumhouse.
Se trata de una especie de The Purge acerca de la polarización en Estados Unidos.
Los ricos de la élite progresista drogan a unos integrantes de la Norteamérica rural y consparanoica de Trump.
De inmediato, proceden a instalarnos en los acres de una mansión, para acecharlos y asesinarlos a sangre fría.
El plot relata una experiencia física y simbólica, aludiendo a las narrativas de Rebelión en la granja y la fábula de la tortuga con la liebre.
El humor salpica las secuencias explosivas de acción, en una clara reconstrucción del cinismo noventero de las venganzas de Quentin Tarantino.
El espectáculo funciona como reverberación del escenario de guerra civil de una nación fragmentada y escindida por dos visiones ideológicas.
La cacería es suficientemente inteligente para no asumir una posición moralizante y parcializada al respecto del tema en cuestión.
Ahí la tienen como retrato distante de una patria sumida en la ceguera del ojo por ojo, de los conflictos de clanes, de las batallas intestinas.