“Lo perfecto es enemigo de lo bueno”. Voltaire
Una locución se ha impuesto para describir la conjunción de los elementos que concomitantemente articulan un proceso que desarrolla, al máximo, la potencialidad siniestrosa de un evento.
Usamos y en diversas áreas, como un comodín semántico, la denominación de un exitoso y harto conmovedor filme, protagonizado, entre otros, por George Clooney y Mark Wahlberg, dirigido por Wolfgang Petersen, sobre un naufragio épico y más que desastroso, que lo era y es per se, pero contentivo además de un drama existencial infausto, de un barco de pesca y su tripulación. La película se exhibió en el año 2000 y fue titulada Perfect Storm.
Se llamará así a la concurrencia de todos y cada uno de los agentes de necesaria intervención, en la potenciación, por acción combinada, de un hecho de suyo catastrófico. La máxima es, pues, invocada por la lingüística, con el propósito de connotar a la glosa, que participan presentes, todos los factores generadores, en una secuencia que alcanza su hito y en él, toda su fuerza ontológica y destructiva.
Claro que algunos pensarán que su uso es más literario o acaso solo un recurso retórico, pero no es esa mi intención y pienso que debe mantenerse en este comentario al menos su sentido pragmático.
De lo que nos pasa, de la hecatombe, del cataclismo desfigurador de Venezuela, se han propuesto y a veces con calidad y seriedad, explicaciones diferentes que suelen buscar en el pasado las causas, ora como detonantes, ora como condiciones preexistentes y propiciatorias. Compartimos algunas de ellas, pero diferimos también en aspectos fundamentales, como se evidenciará.
¿Qué nos viró? ¿Qué nos hundió? ¿Qué nos malogró el viaje democrático que con meritos se había convertido en una experiencia efectiva de mejoramiento de la vida de los connacionales? ¿Qué pudo comprometer la navegación republicana inclusive?
Basado en estadísticas e informes y estudios de las organizaciones internacionales, podemos afirmar que, el ciclo histórico de 1958/1998 también reconocido como la república civil, fue largamente exitoso para el país, sin decir que estuvo exento ni mucho menos de fallas y disfuncionalidades, pero bastaría evaluar la situación económica y petrolera, la alimentaria, aunque la pobreza ya nos increpaba, la circunstancialidad social, educativa, universitaria, sanitaria que incluye la disposición de agua potable y el control de las endemias, el servicio de electricidad o la dinámica institucional y de seguridad ciudadana para que nos hagamos una idea de dónde estábamos y peor aún, de dónde estamos.
Éramos país; Estado con instituciones y órganos de un poder público respetuoso de la Constitución y la ley, teníamos sociedad civil, movilidad social, pero con inocultables dolencias y flaquezas propias de un proceso de agotamiento del modelo puntofijista y de partidos basado en un consenso que se hacía cada día más esquivo.
Sobre el desmejoramiento de las políticas públicas y sus resultas se habían prendido las alarmas y estaban aún pendientes de abordaje muchos problemas, contando empero con contextos favorables para atender la fatiga que se mostraba a todos, sin embargo. Un corcho macroeconómico nos asistía a todo evento.
El clima se nos había enrarecido entonces, por aspectos que mencionaremos de seguidas que, como la nada en el libro de Michael Ende, Una historia sin fin, horadaba y licuaba los parámetros de seguridad axiológica societaria y siguiendo fenomenológicamente a Bauman, acotaremos, al establecimiento social y político nacional.
La zapa continua de los medios, que se habían convertido en una suerte de oligarquía compulsivamente crítica e insolente, configuró un cuadro antipolítico, anómico e indispuesto para accionar los mecanismos de auténtica defensa del sistema democrático. Loa outsiders aparecieron para ocupar los espacios que la clase política no podía o no sabía o no lograba conservar.
Puedo ampliar el análisis, pero solo es un artículo de prensa. Afirmaré que el sistema se impuso sobre las anteriores borrascas que incluyen las intentonas golpistas, el juicio a Pérez, la crisis financiera y a mi juicio, si bien son factores que debilitaron en lo estratégico al sistema de democracia consensuada y de partidos, no impidieron el ejercicio formal del control democrático y todavía más, la atención acertada de aspectos sobre las reformas que mejoraban la edificación pública, sugeridas, discutidas y aprobadas desde la Copre, que como una destilación fueron lentamente aportando certezas auspiciosas más que meras expectativas.
Pero no fue suficiente; el militar protagonista de una felonía sangrienta no metabolizada racional y congruentemente por el universo democrático dio lugar al primero de los elementos de la tormenta; el pueblo en ejercicio democrático escogió a quien no era un demócrata sino todo lo contrario. El huracán Hugo estaba ya en curso, con vientos de cientos de kilómetros por hora.
Electo un golpista y antidemócrata, como previsible debió ser advertido por el teatro dirigente en los distintos ámbitos, quedaba verlo forcejear con un Congreso con una mayoría contraria que pudo tal vez atajarlo y, otro, quizás, habría sido el devenir, pero dos decisiones miopes e inconsistentes –para no llamarlas de otra manera– se constituyeron en sendos agentes de la meteorología del desastre para ir configurando la tormenta perfecta, me refiero; a la decisión de la CSJ del 19 de enero de 1999 y la otra, deletérea como la anterior, ceder el otro natural espacio público institucional con fuerza y entidad para pararle el trote o al menos contener al arrebiate legitimado por ese pueblo seducido por los cantos de las sirenas de la demagogia, el populismo y el resentimiento antipolítico. Jorge Olavarría, en uno de los más memorables discursos que yo haya escuchado, nos lo hizo ver aquel 5 de julio de 1999.
Es bueno por cierto recordar para qué es una Constitución. Y luego notarán por qué fueron a dar allí los obuses del paracaidista. Responderé sencillo: una Constitución es para cuidar las libertades y derechos, asegurar la dignidad de la persona humana y, especialmente, controlar al poder. Todo eso se resume en vivir en el derecho, como ciudadanos libérrimos pero obligados frente al cuerpo político que nos reúne a todos y conscientes que ni siquiera la soberanía es absoluta, como diría Benjamín Constant y por ello los pesos y contrapesos pero al de Sabaneta, no era satisfactorio ni suficiente, él deseaba más energía, más poder que un poder controlado
No hubo ya posibilidades de detener a Hugo como tampoco se hizo o no se podía hacer con Katrina. Haciendo agua en el nivel de flotación institucional, el ciclón arrasó a su paso inexorable, ineluctable e imparable y la goleta democrática y republicana Venezuela se vino a pique y no ha podido ser reflotada.
Todavía hoy el siniestro no cesa de profundizar sus efectos y estoy pensando en los daños, que creo son tan amplios que hacen nugatorias las clasificaciones y colateralizaciones. Me refiero a que, sin Estado de Derecho, sin partidos, sin ciudadanía, sin justicia, sin valores patrióticos, inermes ante la corrupción y la impunidad, asemejamos a un pez que deambula en el lodo, entre vivo y muerto, casi asfixiado pero sabiéndose agónico, aletea echando el resto.
Mientras sigan allí esos agentes y la desunión como inexplicable novedad, se sigue profundizando otra pandemia peor que el covid-19 y que nos va alcanzando a todos como pueblo, la que llamó Luis Aguilar León, refiriéndose a los cubanos, el “daño antropológico” que, para no extenderme más, describiré como el zombismo de los desciudadanizados que viven porque respiran, pero ya no son, no existen.
@nchittylaroche