OPINIÓN

El caso del general Montoya

por John Marulanda John Marulanda

Crudo asunto el de la guerra: siempre queremos que alguien nos defienda, vaya a la batalla, mate o muera, se unte las manos por nosotros y luego lo ignoramos cuando sus enemigos cobran venganza por la derrota infringida.

El caso del general Montoya, excomandante del Ejército de Colombia durante los años 2006-2008, es emblemático de la condición de los militares en estas democracias de países en desarrollo.

Militar de escuela, soldado de tiempo completo, reconocido comandante militar y duro contendiente de las organizaciones narcoterroristas, ostenta a su haber operaciones que todo el país recuerda como la Orión, que rescató comunas nororientales de Medellín de las manos de las milicias farianas, la Meteoro que recuperó la posibilidad de viajar por carretera en el país y la clásica operación Jaque, caso de estudio en las principales academias militares del mundo. Como todo comandante militar exitoso, Montoya es odiado por unos, queridos por otros, criticado por muchos, pero indudablemente inolvidable para todos.

Sobre este oficial se descarga ahora toda la vindicta de la externa izquierda que no logró asaltar el poder a pesar de 60 inútiles años de desafueros. Y ha sido gracias a soldados como él que Colombia sostiene, con muchos problemas, claro, su democracia, su empresarismo, su libertad de prensa.

El asedio a Montoya por parte de la JEP y ahora de la Fiscalía es una advertencia intimidatoria a la institución armada, que contribuirá a la debacle del país, pues ante el crecimiento de las estructuras narcoterroristas en la región, difícilmente se encontrarán soldados y comandantes militares decididos que defiendan a Colombia. Y vendrá el desorden, las comunidades asumirán su autodefensa, retrocederá el país a la época del caos tribal.

A quienes desde la comodidad de sus escritorios burócratas apoyados en la línea ideológica y política diseñada desde Cuba, destrozan retóricamente al general, hay que recabarles su absoluta ignorancia en las realidades de la guerra, asuntos totalmente desteñidos en sus textos académicos y en sus teorías acomodaticias rebosadas de contextos ajenos a la realidad regional. No en vano, todos los países mantienen el fuero a sus militares, que en el país neogranadino desapareció debido a argucias politiqueras circunstanciales.

Atemorizados por fiscales y jueces que ni siquiera prestaron servicio militar, los soldados sostienen muy a su pesar una clase política errática y siguen arriesgando su vida por orden de la misma ley que los condena cuando ejercen la violencia legal y legítima del Estado que defienden. Claro que para la guerra hay normas, reglas, protocolos y que quien las viole debe responder. Pero lo de Montoya va más allá de la sanción a conductas ilegales. Es un golpe a la institucionalidad que, repito, con el ánimo de escarmiento, solo logrará debilitarla.

Sin soldados no hay Estado que garantice libertades y derechos. La JEP, la Comisión de la Verdad y ahora la Fiscalía están destruyendo referentes militares, convirtiéndolos en demonizadas figuras de la institución que genera la mayor confianza de la ciudadanía. Un Ejército bicentenario al que, como al venezolano, no buscan destruir pues no hay reemplazo a la vista, pero sí doblegar y manejar a sus antojos.

Con el general Montoya se repite la historia del Palacio de Justicia: los militares que cumplieron con su deber están encarcelados y los delincuentes que asaltaron y asesinaron a los magistrados, farandulean y gozan de los beneficios del Estado. Ahora los asesinos de la narcofarc son senadores y quien los combatió está siendo condenado, con el aplauso paroxístico de plateas adoloridas, amenazadas o compradas.

Los hechos son tozudos: no vemos la paz por ningún lado y por el contrario, Colombia repite un nuevo ciclo de violencia que se está instaurando en el país y que se agravará con un nuevo gobierno peruano proclive a los narcoterroristas de Sendero Luminoso y el traslado de bandas criminales venezolanas desde la Cota 905 de Caracas a la frontera. No habrá reconciliación y sí mucha repetición. “Es la guerra, estúpidos”, le diría a quienes en sus infantiles fantasías creen que condenando a sus soldados y ensalzando a los narcoterroristas violadores de derechos humanos, se logrará la paz. “Quien se humilla para evitar la guerra, termina humillado y con guerra”, dicen que dijo Churchill. Colombia no entendió este aforismo.

Demoliendo estatuas y destruyendo símbolos, terminaremos por perder la patria en democracia, ante la apatía de muchos, el desconcierto de todos y la sonrisa de los comunistas de siempre, los verdaderos y los imbéciles.