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El Cartel

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El significado de la palabra cartel es, en sí mismo, una extraordinaria experiencia para la conciencia histórica, no sólo en virtud de sus prolongadas transformaciones fonéticas sino, además, por la extensión del solapamiento sufrido por su acepción original. Tanto que podría decirse que la historia de la formación del término en cuestión coincide con el carácter habilidoso, casi subterfugio -engañoso-, con el cual se manifiesta en el presente. Y es que la palabra cartel puede transitar desde una lámina que se emplea para informar, instruir o publicitar, un convenio establecido por un grupo de respetables empresas o consorcios que evitan competir entre sí, a objeto de regular un determinado producto en el mercado, hasta, por supuesto, un grupo de mafias u organizaciones criminales que establecen acuerdos o alianzas para obtener jugosas ganancias sin perjudicar los intereses de las diversas “familias” que lo conforman. Según los especialistas, en sus orígenes la expresión fue de uso común entre los latinos.

La Charta era un papel escrito mediante el cual dos o más personas establecían comunicación. Pero su traducción al francés se transformó en cartel, mientras que en español se estableció la diferencia entre la carta y el cartel, galicismo que indica aviso público. En alemán se dice Kartell. Y fue en los Estados Unidos, a partir de los años treinta del siglo XX, que las mafias de origen alemán, las cuales se comunicaban entre sí por medio de cartas, terminaron por ser definidas como cartels o carteles.    

Hace pocos días, el reputado periodista Carlos Alberto Montaner expuso “cinco razones” por las cuales, a su juicio, el embargo impuesto por el gobierno de Donald Trump al régimen que usurpa el poder en Venezuela terminará logrando su objetivo principal: “provocar un cambio de régimen y ponerle fin a la narcodictadura de Nicolás Maduro, aliada a los terroristas islamistas”. Se trata, según Montaner, de una situación muy distinta a la que, lejos de defenestrar al régimen dictatorial de los Castro en Cuba, produjo el efecto inverso: terminó por transformar, ante los ojos del mundo, a los victimarios del pueblo cubano en las víctimas por excelencia del “imperialismo yanqui”, manteniéndolos por sesenta años en el poder. La estrategia del gobierno estadounidense sería, en cambio, exitosa en Venezuela.

En primer lugar, porque mientras el castrismo no podía comerciar con los Estados Unidos sí podía, en cambio, hacerlo con el resto del planeta. Pero en el caso venezolano la Casa Blanca ha sido enfática: los países o empresas del mundo entero deben elegir: o negocian con la narcodictadura madurista o negocian con Estados Unidos. En segundo lugar, el gobierno de Estados Unidos ha sostenido la autoridad de la legítima Asamblea Nacional y la presidencia interina de Juan Guaidó, procurándole un muy respetable respaldo internacional, a lo cual se suma el control de Citgo. Lo cual no ocurrió en Cuba, y mucho menos después de la reapertura de relaciones con la isla promovida por el gobierno de Barack Obama. En tercer lugar, porque, a diferencia de la imagen de un legendario y carismático Fidel Castro, con quien los más diversos jefes de Estado mundiales aspiraban a fotografiarse y poder conversar, la de Maduro es la imagen misma del desprestigio: “Maduro y su ‘socialismo ornitológico’ (Vargas Llosa dixit) es el hazmerreír general”.

En fin, hay todavía dos razones más. La primera es que Rusia y China terminarán por quitarle el respaldo al régimen de Maduro, ya que el gobierno de Trump les ha ido convenciendo de que el fin de la narcodictadura y la instauración de un gobierno democrático, ajustado a la Constitución, es la mejor garantía para poder saldar en los mejores términos la enorme deuda adquirida con ellos, asumiendo, además, el compromiso de hacer cumplir los acuerdos. Y la última razón: a pesar de la insistencia en declarar que “todas las opciones están sobre la mesa”, la salida escogida por el gobierno de Estados Unidos para derrocar al régimen de Maduro es mediante un proceso electoral pulcro y transparente, para lo cual se hace indispensable remover a los actuales rectores del CNE, depurar el registro electoral y supervisar el sistema de equipos automatizados y de redes, a fin de evitar un nuevo fraude. Así, pues, sin necesidad de la “caballería”, sin los “desembarcos”, sin “bombardeos quirúrgicos” ni “rayos electromagnéticos”, es decir, sin que la “insolente planta del invasor” -por cierto, oración de Cipriano Castro, no del Buzz Lightyear de Sabaneta- se hunda en la arena de las playas venezolanas. Estas, en síntesis, son las cinco razones argumentadas por Montaner, a quien, no obstante, parece habérsele pasado un detalle que quizá convenga no descuidar.

Hace ya bastante tiempo que los movimientos de insurgencia y subversión revolucionaria en Latinoamérica deslizaron sus banderas desde los viejos dichos socialistas hasta los nuevos hechos empresariales. Al principio parecía un modo de encontrar recursos para proseguir en “la lucha por la liberación nacional y el socialismo”, es decir, un medio para alcanzar el fin. Pero, como casi siempre ocurre, nel mezzo del cammin, el medio se fue transformando en el fin en sí mismo. Fidel Castro lo comprendió muy bien. Y mientras, tras bambalinas, esgrimía el argumento de que el mejor modo de derrotar al imperialismo era introduciendo el consumo masivo de narcóticos entre sus jóvenes, hasta convertir la población de los países que conforman el así llamado “primer mundo” en auténticos fantoches narcodependientes, el gran negocio del cultivo, procesamiento, almacenamiento y tráfico de la coca y otras sustancias tóxicas se iba haciendo cada vez más próspero.

Detrás de las frases huecas sobre el amor, lo cooperación, la solidaridad y el humanismo, características del izquierdismo latinoamericano, se ocultan los intereses del Foro de Sao Paulo, ese gran cartel de “familias” que han convertido el negocio de la droga en una de las más rentables -si no la más rentable- de las industrias del nuevo milenio. Con ella, las diferencias ideológicas, teológicas o políticas llegan a su fin. Ella hace coincidir lo inconciliable. Más que el petróleo, que el oro o que el coltán, el negocio de la droga se ha convertido en una inagotable fuente de poder, riqueza y sensualidad. Nietzsche decía que “lo que no me mata me fortalece”. Una vez más se equivocaba: lo que mata a unos, fortalece a otros.

Montaner ha dejado fuera de sus “razones” la razón principal, el punctum dollens en el que economía, política y sociedad parecen encontrarse en un nudo: el narcorégimen venezolano forma parte de un gran cartel internacional con tentáculos estratégicamente apostados en las más diversas regiones del planeta. Por eso mismo, la lucha contra la tiranía venezolana comporta implicaciones mucho mayores -aunque en apariencia invisibles- que un asunto de mera estrategia política. Derrotarlo es asestar un duro golpe al más poderoso de los carteles de la historia. La peste de la narcodependencia es el mejor modo de honrar la escisión de sujeto-objeto. Si, según Marx, la religión es el opio de los pueblos, habrá que decir que el -ya no tan infantil- izquierdismo actual es la cocaína de los pueblos. Más que un razonamiento abstracto, la lucha contra la tiranía que ha secuestrado a Venezuela es la lucha por la reivindicación de la entera humanidad.

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