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El Canal de Panamá es de Panamá

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Buque con soya que iba a Venezuela hizo tránsito previsto, dice Canal Panamá

 

El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, dijo el pasado sábado 21 de diciembre que durante su próximo mandato podría exigir que el Canal de Panamá sea devuelto al país, si continúa lo que describió como una “completa estafa” contra la Marina y las empresas estadounidenses.

Esta destemplada declaración entraña una vocación imperialista anacrónica, a pesar del poder del cargo y del país desde donde se enuncia.

La soberanía panameña sobre el canal fue consolidada con los Tratados Torrijos-Carter, en 1977. Esta transferencia de control no fue solo un acto administrativo; representó un reconocimiento del derecho de Panamá a gobernar su propio territorio y recursos. Intentar revertir eso sería un acto de agresión diplomática, pero, peor aún, una violación del principio de autodeterminación de los pueblos que es fundamental en el Derecho Internacional.

Las declaraciones de Trump ignoran el contexto histórico y político contemporáneo. Desde la devolución del canal en 1999, Panamá ha demostrado ser un administrador competente y responsable del canal. Su gestión ha permitido que el paso transoceánico siga siendo una ruta marítima vital para el comercio global, lo cual no solo beneficia a Panamá, sino a la economía mundial. La eficiencia y la modernización del canal son un testimonio del compromiso panameño con su desarrollo y su contribución a un mundo interconectado.

Además, es importante considerar el contexto internacional. Cualquier intento de Estados Unidos de retomar el control del canal sería respondido con una condena unánime. La comunidad internacional, junto con organizaciones como la OEA y la ONU, han respaldado la soberanía panameña de manera clara y contundente. La historia reciente ha demostrado que cualquier forma de intervencionismo estadounidense en la región es rechazada contundentemente. 

La soberanía territorial es el derecho que tiene un Estado a ejercer control y autoridad sobre su territorio. Esto significa que un país tiene el poder de gobernar, hacer leyes y tomar decisiones dentro de sus fronteras sin interferencias externas. En otras palabras, un Estado soberano tiene el control total sobre lo que sucede en su territorio, incluyendo la administración de recursos.

La Carta de las Naciones Unidas (1945), que es el tratado fundacional de la comunidad internacional, reafirma la igualdad soberana de todos sus miembros y en su artículo 2 menciona que los Estados deben respetar la soberanía y la integridad territorial de otros países.

Del mismo modo, la Declaración de Derechos y Deberes de los Estados (1970) establece que cada Estado tiene el derecho de ser soberano y de ejercer autoridad sobre su territorio, así como el deber de respetar la soberanía de otros Estados.

La retórica de Trump también se sustenta en un desconocimiento craso del Derecho Internacional y refleja una visión desfasada de las relaciones internacionales, en las que la fuerza y el control son vistos como soluciones viables a los desafíos geopolíticos. Sin embargo, el mundo actual demanda un enfoque más colaborativo y respetuoso. La cooperación entre naciones es el camino hacia un futuro más estable y próspero, y eso implica reconocer y respetar la soberanía territorial.

Donald Trump parece olvidar las palabras de Henry Kissinger, aquel célebre político y diplomático estadounidense miembro del Partido Republicano, al señalar que la integridad territorial de un país es esencial para su soberanía y estabilidad.  También parece ignorar que Thomas Jefferson (uno de los padres fundadores de Estados Unidos) dijo que «la libertad y la integridad de un pueblo están intrínsecamente ligadas a su derecho a la autodeterminación y al respeto de sus fronteras». Incluso, parece desconocer lo dicho por su par ruso Vladimir Putin: «La integridad territorial de cualquier nación es un asunto sagrado que debe ser defendido».  

La administración del canal corresponde a Panamá. Cualquier intento de la administración Trump para plantar bandera en la zona, en la lógica de un conquistador primitivo, es una afrenta a los esfuerzos por mantener y consolidar las buenas relaciones entre los países y, en definitiva, la paz y seguridad internacionales.

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