Venezuela se ha transformado en un Estado mafioso. Un trágico experimento de control social a través del hambre y el miedo que se maneja con los métodos y procedimientos del crimen organizado. La corrupción y el robo de los bienes y los dineros públicos, es no solamente de una escala que no tiene precedentes en la historia moderna, sino que su crecimiento ocurre a expensas de desviar los recursos para el bienestar de la gente. En otras palabras, la corrupción en Venezuela se nutre del sufrimiento de la población en una dimensión sobrecogedora: mientras una proporción importante de nuestra gente padece de hambre, ausencia de servicios de salud, carencias crónicas en el suministro de agua y electricidad y de una inseguridad amenazante; un grupo de protegidos del poder se ha enriquecido en una magnitud que resulta difícil de asimilar. A pesar de que no hay cifras claras, se estima que el volumen total de recursos y dineros extraídos a la nación por diversos mecanismos, en la era decadente del chavismo-madurismo puede alcanzar la astronómica cifra de 100.000 millones de dólares, una cantidad que excede con mucho el producto interno bruto anual del país en sus tiempos de mayor prosperidad.
Para evidenciar aún más el diagnóstico de Venezuela como un Estado mafioso, se debe tener en cuenta que el país está en el lugar 173 de 180 naciones listadas en el Índice de Percepción de Corrupción elaborado por la organización Transparencia Internacional. Es decir, uno entre los cinco países más corruptos del mundo. Ello incluye no solamente la corrupción en la rama ejecutiva del régimen, sino que se extiende a todo el entramado de las instituciones públicas.
Uno de los resultados más dramáticos de la destrucción del país ha sido un éxodo de dimensiones abismales, que en los primeros años de la hecatombe chavista privó al país de centenares de miles de profesionales en todas las ramas, médicos, ingenieros, profesores universitarios, odontólogos y emprendedores, abandonaron el país y se establecieron primariamente en Colombia, España y Estados Unidos. Un estudio reciente del Pew Research Center (https://www.pewresearch.org/hispanic/fact-sheet/u-s-hispanics-facts-on-venezuelan-origin-latinos/), en este último país, revela que la emigración más calificada que ha llegado a suelo norteamericano, entre todas las que han llegado en los últimos tiempos, tanto en términos de educación como de adaptación a las exigencias de un nuevo entorno, es precisamente la venezolana. Es decir, que les hemos entregado a otros países toda una generación de nuestros mejores talentos. Uno de los ejemplos primarios de esta hemorragia de nuestra sangre más preparada, es el caso emblemático de los profesionales de la industria petrolera, destruida y fracturada, reducida a una empresa fracasada por las políticas de demolición del chavismo.
A la emigración calificada, no tardó en unirse una ola de venezolanos pertenecientes a los estratos socioeconómicos más bajos. Este grupo ha conformado un verdadero tsunami de emigración, que unido a quienes habían emigrado en los primeros años conforma un total de entre 5 y 6 millones de venezolanos, de acuerdo a estimados internacionales. Una verdadera y extensa diáspora, cuyos segmentos más vulnerables han penetrado las fronteras de Colombia y Brasil, para seguir en travesías de odisea hacia todos los rincones de Latinoamérica y Centroamérica. Un número importante de nuestra gente ha disfrutado de la solidaridad de Colombia y otros países, pero la situación de muchos de estos emigrantes es sencillamente horrenda, viajando largas distancias en precarios transportes o simplemente a pie, familias completas con niños caminando en la carretera con sus escasas pertenencias, víctimas con frecuencia de redes de prostitución y tráfico humano, o sometidos a condiciones laborales infames y, en una medida nada despreciable convertidos en los chivos expiatorios del chauvinismo y la xenofobia locales.
La pandemia del coronavirus ha destruido los empleos y las fuentes de vida de muchos de los emigrantes venezolanos que ahora intentan regresar a Venezuela ejerciendo sus derechos constitucionales de entrar al país del cual son ciudadanos e intentando reparar sus vidas. Se han encontrado con la sorpresa inesperada de ser calificados como bombas humanas terroristas, humillados y etiquetados como armas biológicas ambulantes por el régimen de Maduro y últimamente por Numa Molina, formado como jesuita, e indigno de sus votos sacerdotales. A los trocheros, como se les denomina a quienes intentan retornar por los caminos verdes de la frontera, se les unen como víctimas del régimen los miles de venezolanos varados en España, en Estados Unidos y en otros países, imposibilitados de regresar a su propio país por el bloqueo aéreo. Sin duda que las medidas sanitarias de control por la pandemia deben ejercerse, pero nunca de la manera brutal y discriminatoria que aplica el régimen venezolano.
Como nunca podría faltar en un país tan polarizado como Venezuela, la contraparte indignante y absurda de la conducta del régimen con quienes tratan de regresar es la de muchos opositores extremistas que pretenden levantar un veto a la participación y retorno de la diáspora de venezolanos a su país con el peregrino argumento de que no se les puede permitir disfrutar del nuevo país que se va a construir cuando caiga el madurismo. Imposible el hacerle entender a esta otra cara del chavismo excluyente y polarizante que la diáspora y quienes habitan en Venezuela somos uno y un mismo pueblo.
Juan Antonio Pérez Bonalde debe estarse revolcando en su tumba. Su poema «Vuelta a la patria» nunca pudo caer en oídos más sordos que en estos tiempos turbulentos.